6.9.09

Escribir, ¿para qué?


La historia de Nabónides, que dedicó su reinado al rescate del legado cultural del imperio Babilonio, es también la historia de la escritura. Cuando se propuso copiar las ochocientas mil tabletas de la biblioteca de Babilonia, sus ministros lo exhortaron a olvidarse de aquellos tesoros desatendidos y a concentrar su esfuerzo en la protección del imperio, acechado por los persas de Irán. Nabónides, cuentan, no los escuchó y prosiguió embelesado la transcripción de la magnífica historia babilonia hasta llegar a sus propios días, que escribió también con nueva gramática, sobre mejorados materiales y bajo celosas medidas que buscaban la preservación de los documentos. Los persas lo atacaron cuando Nabónides, incapaz de ceder en su impulso relator, se empeñaba en referir sus propias e imaginarias hazañas militares. Se cuenta que el último rey de Babilonia murió de tristeza, derrotado y rechazado por los suyos, en una prisión persa.

Nadie entendió entonces por qué Nabónides daba la espalda a la supervivencia del imperio para dedicar sus últimos esfuerzos a asegurarle un futuro escrito. Difícil conocer también hoy sus razones, pero imagino pocos motivos más nobles para escribir: salvar la propia memoria del olvido y la destrucción.

La escritura, la literaria, más que propósitos, tiene motivaciones. Su motivación inicial sea tal vez la más pragmática: la necesidad de comunicación directa con otros hombres alejados por el espacio o por el tiempo. Nació así como una reelaboración, una transcripción del fenómeno oral en otro idéntico pero con una diferencia radical: era perdurable. Su razón de ser fue desde siempre una lucha contra lo efímero.

Después, todo siguió siendo transcripción. Escribir es reescribir y reescribir no es más que volver a decir, con nuevas gramáticas y en formatos más o menos efímeros, nuestro eterno terror a desaparecer, a olvidarnos, a confundirnos con todo lo que ya no es: el horror al vacío que nuestra voz deja en el mundo apenas nace.

Nabónides, sugiere Arreola, fue un visionario. Los cilindros de arcilla en que protegió sus documentos sobrevivieron, en algunos casos, mejor que las mismas piedras que daban firmeza a los templos y hacían temibles los fortines que defendían su imperio. Pero el monarca fue ante todo un rey nato que vivió su reino como otros hombres viven la memoria propia. Se resistió con todas sus fuerzas a la amenaza de la historia y buscó, en la medida de sus fuerzas, la permanencia de su pueblo y de su lengua a través de sus textos.

No es banal la lucha contra lo pasajero. Se trata de un enfrentamiento con lo eterno ausente, con lo inasible, lo que en el mismo momento de concretarse desaparece, se fuga al recuerdo. Lo oral es a la vez concreción y consumación de la idea. La escritura es el arma humana que la persigue sin tregua pero sin jamás darle alcance.

La aparente contradicción contemporánea que encarnan las tecnologías de la ubicuidad – el término es de Jean-Christophe Valtat-, que pretenden dilatar lo local y lo fugaz hasta los límites de nuestra percepción y entendimiento, confirma en el fondo la urgencia primaria que nos ha traído hasta aquí: la incapacidad de existir que padece el instante nos produce un tormento indecible. La multiplicación de imágenes, sonidos y textos instantáneos que se pierden con la misma rapidez con que nacen no es un cambio de estrategia, es una medida desesperada. La farsa del instante dilatado es una escritura enferma de arrogancia tecnológica que pretende ganarle al olvido por velocidad, sabiéndose vencida en contundencia. Una apuesta por alcanzar primero los cien metros en un inacabable maratón. La liebre inexperta y altiva ante la tortuga impasible.

¿Para qué entonces escribir? ¿Para qué ese eterno enfrentamiento con lo sobrehumano? ¿Para qué descuidar lo que nos luce ganado e ir en busca de lo fugaz y lo inasible? No tengo respuesta. Yo sólo guardo la esperanza de que escribiendo – no habría forma de dejar de hacerlo, de cualquier manera - la urgencia de las tantas preguntas nos resulte más habitable y la idea de la consumación de nuestro instante menos temible.


(Texto publicado en el número agosto-septiembre de la revista Tierra Adentro)



20.6.09

Los esclavos


Tuve el honor de ser invitado a presentar el libro Los esclavos, de Alberto Chimal (Almadía, 2009). He aquí el texto que me atreví a leer para la ocasión:





Golo, uno de los personajes de la novela Los esclavos, de Alberto Chimal, frecuenta un chat de adeptos al sadismo. Cuando se aburre de leer las historias que ahí encuentra, se decide a escribir sus propias experiencias y publicarlas en línea. Recibe entonces, casi siempre, la misma crítica de los ciberlectores: sus textos no tienen mucho éxito porque “dan la impresión de no ser excitantes”.
El narrador de Los esclavos se parece, al menos en un aspecto, a Golo: por su escritura se tiene la impresión de que lo narrado no lo excita de manera especial. Pero es justo esa frialdad a la hora de describir escenas que en realidad son atroces, lo que nos provoca un desasosiego picante y nos impulsa de una página a la siguiente, hasta terminar con la última. A menos que yo tenga esa impresión por no ser muy adepto a los chats de contenido sádico. Pero lo dudo: antes de redactar este texto visité un par de estos sitios virtuales y de la experiencia concluyo que, al contrario del narrador de Los esclavos, los sádicos escriben horriblemente mal.
Pero volvamos a la novela. La historia, como anticipa el título, es la de unos esclavos. Dos esclavos sexuales: Yuyis y Mundo, quienes no sólo comparten su condición de sometidos, sino el hecho de que ninguno de los dos busca dejar de serlo. Yuyis por ignorancia, Mundo por elección.
Yuyis vive aislada, escondida de las demás personas por su ama, velada a los ojos de los demás, que ignoran no sólo su situación sino incluso su existencia. Como no se sabe esclava, nunca ha pensado en dejar de serlo. Mundo en cambio es exhibido, tiene vida social y, en ocasiones, reconocimiento. Aunque esto no parece importarle. Le importa obedecer a su amo, recibir órdenes y cumplirlas, en particular si son dolorosas y humillantes.
En esto los dos esclavos se diferencian, pero ambos viven por la voluntad, el deseo y capricho de sus amos. No lo cuestionan, no lo enfrentan. Los esclavos no tienen derecho a desobedecer, ni a expresarse, ni a sentir. Tampoco a tener su versión de los hechos, ni mucho menos a contarla.
De manera que la narración queda en manos de ese narrador inconmovible. Esa voz impertérrita ante las atrocidades que transmite. Ella también ha aceptado la esclavitud que narra. No sólo no la denuncia, sino que la preserva con tanto ahínco como los dos amos: Golo y Marlene.
Golo, el exquisito adinerado, el perverso ilustrado que frecuenta exclusivos círculos de desviados como él con el orgullo y pompa de quien tiene acceso a una corte real. Marlene, la pornógrafa fracasada, humillada y dejada, rencorosa e ignorante, quien debe esconderse para satisfacer sus apetitos. Ellos esclavizan y son a su vez sometidos por su propia necesidad irreprimible de someter a otro. Dedican su vida entera a la realización de esta obra, secreta o pública, motivo de orgullo o vergüenza.
Revelar más detalles de la situación de los esclavos es revelar demasiado sobre la novela. Baste decir que en ella se describen estas dos relaciones amo-esclavo, desde su inicio hasta su final, y se sugiere un desenlace que puede o no pertenecer a la historia, puede o no ser motivo de alivio.
El narrador discurre por entre las escenas de estas dos relaciones, independientes entre sí, con la tranquilidad del paseante. No respeta linealidad. Los distintos tiempos del relato desfilan libremente, casi a capricho, lo mismo que las escenas, que son breves y punzantes, como desordenadas polaroids de lo grotesco. La narración las remite en un presente claro y aséptico, como registradas por un repentino flash que irrumpe en una habitación oscura en la que tiene prohibido entrar.
Las cinco partes del texto no respetan la cronología de los hechos, ni siquiera el orden alfabético de las letras que las intitulan. Los fragmentos de que se componen dichas partes aparecen rigurosamente numerados, pero su ir y venir entre el pasado y el futuro se muestra igual de aleatorio. El relato no respeta ni el orden que sugiere para sí mismo.
En esta concepción del transcurrir narrativo la ubicación temporal de las escenas no es importante para la interpretación del sentido: el paso del tiempo no altera la realidad narrada, porque esta realidad es inalterable. Los personajes son tan esclavos al inicio como al final, y las alteraciones introducidas por el paso del tiempo no resultan más que en simples cambios de decoración.
Pero esta estructura narrativa es también, y quizá principalmente, producto de otra circunstancia: en esta novela todo es esclavizante. Todo es sometimiento. Mundo y Yuyis, en el fondo de la pirámide, se dejan narrar y destruir sin oponer la más mínima resistencia. Marlene y Golo, sus amos, los subyugan pero viven, a su vez, sometidos por su propia necesidad irreprimible de someter al otro. El resto de los personajes, quienes desde afuera representan la buena conciencia expulsada de este universo narrativo, sólo intervienen para someter, a su vez, al sistema perverso en que esclavos y amos unen sus vidas, y siempre en beneficio propio. Ni siquiera el amor es libre. Los amantes, cuando los hay, no lo son por mérito o voluntad propia, sino que se someten a la dictadura de la realidad que les dicta una voz superior, irrebatible.
Porque el subyugador máximo, el amo supremo en Los esclavos, es el narrador. A él se someten, como lo vimos antes, la estructura del relato, el tiempo narrativo, el orden anunciado. No es que él los diseñe y ejecute como parte de un plan: los presenta y desarticula ante nuestros ojos. Al narrador se someten también los personajes, a quienes narra con insensiblidad escalofriante, sin tomar en cuenta su vida interior salvo en contadas ocasiones, y entonces sus pensamientos y angustias se nos muestran en su total mezquindad. Que veamos que no merecen compasión, que seamos testigos de que son bajos y merecen ser narrados así, con el látigo en la mano.
Sus vidas son lo que el narrador, embustero y perverso, quiere hacer de ellas en el momento. Por eso se narran en presente, porque narrar el pasado implica enfrentarse a la oposición de lo sucedido, de la historia. El presente no ofrece resistencia: coquetea con el imperativo.
Todo, entonces, se somete a este narrador siniestro pero discreto, distante y seductor. Todo, incluida la verdad de lo narrado, que él se complace en negar y reafirmar explícitamente, en doblegar y restaurar con cinismo, cuando al final de una secuencia reconoce, con una maliciosa sonrisa, que lo que acabamos de leer es mentira. La verdad que de pronto se ve amarrada con cadenas a un aparato mecánico, supliciadas cada una de sus versiones hasta el límite del dolor y del placer.
Pero, ¿quién es este narrador? Desde luego, no se descubre. Asoma, en alguna efímera ocasión, su rostro desvergonzado entre la trama, para luego volver a narrar desde su escondrijo. No es que deba mantenerse incógnito, no es que el miedo rija sus actos. Se muestra y se esconde porque así lo quiere. Porque lo estimula mantenerse aparte, le excita imponernos su voluntad. Lo anima a seguir narrando. Él manda, él ordena. Nosotros, lectores, no podemos cuestionarlo. Bajo el influjo de sus astucias literarias nos hemos convertido, sin darnos cuenta, en uno más de sus esclavos.


6.5.09

Etapas clínicas de las nuevas enfermedades planetarias

1.- Manifestación de la presencia de un nuevo agente patógeno en alguno de los muchos órganos deficientes que le duelen a nuestro aún joven pero acabado planeta.
2.- Detección del agente desconocido, antes que por el sistema inmunológico, también conocido como OMS, por el hipersensible sistema de comunicaciones planetario.
3.- Primeros síntomas del sistema de comunicaciones: secreción excesiva de excitadores de la alarma; inhibición de la hormona de la ética profesional; hipertensión en la glándula de la inmediatez a toda costa.
4.- El cuadro se complica cuando del sistema de comunicaciones la infección pasa, casi inmediatamente, a la columna avaricial del planeta. De ahí el virus tiene puerta abierta a todos los órganos, los más podridos primero.
5.- Los órganos más débiles se contagian con rapidez. Pronto declaran escasez de anticuerpos aptos contra la nueva amenaza. Los órganos sanos cierran las fronteras. El páncreas amenaza con bloquear la emisión de fluidos del hígado porque sospecha que está infectado. El sistema inmunológico advierte que es una estupidez y que sólo adelantará la muerte del sistema entero. El páncreas emite una nota diplomática.
6.- La nota diplomática está, por supuesto, también infectada: infección del centro de gestión de problemas intercorporales. Síntomas: aceleración del ritmo de la estupidez política, agravada por un abrupto paro en la emisión de inhibidores del síndrome de Sed de Poder a Ultranza, un mal contra el cual no se ha logrado encontrar una cura.
7.- A estas alturas las extremidades, que son las que tienen menos defensas, están completamente contaminadas. La extremidad africana no causa problema: se ha cortado el suministro sanguíneo a esa zona y se disminuyó así el riesgo de contagio. Excelente idea. La latinoamericana puede aún salvarse: la aplicación de la medida africana queda a la espera de nuevo análisis.
8.- Los órganos aún sanos, afectados por las deficiencias del sistema de comunicaciones y por la sobreabundancia de imbecilonina y paranoianona en el organismo planetario, se ven obligados a actuar, aunque les duela el codo (un síntoma menor pero al que los órganos que siempre están sanos son muy sensibles).
9.- Buscando una cura a la salud mundial los órganos sanos aplican la fórmula básica de la supervivencia humana: la ley de la oferta y la demanda. Cuando anuncian que sí, que van a trabajar para producir la cura, varios órganos de las extremidades ya no escuchan la nueva.
10.- El sistema de comunicaciones y el centro de gestión de problemas intercorporales, exhaustos ante la enorme demanda a que los somete la enfermedad, comienzan a dar señales de agotamiento. Los efectos de la etapa nueve los afectan otro tanto pues reducen la histeriatosis. Finalmente, el círculo yonqui se colapsa. El sistema inmunológico se da cuenta de que el virus ya no tenía nada que ver con los síntomas que estuvieron a punto de provocar un paro cuerdiaco al planeta.
11.- El cerebro, garante del buen funcionamiento del organismo planetario, ordena celebrar la victoria sobre la enfermedad y acallar las conclusiones del sistema inmunológico.


26.4.09

La mofa de Sempé

En un dibujo de Sempé un pintor contemplativo, el pincel suspendido sobre el lienzo en blanco y, en el fondo, el exhuberante paisaje. Apartada, una mujer comenta a su compañera: “me encanta este momento en el que todo es aún posible”. Hay ocasiones en que el humor francés se me escapa. Ésta parece ser una de ellas. Hay otras, sobre todo si es tarde y ya me tomé varios tragos, en que hasta el humor mexicano me pasa de largo. Tal vez fue una mezcla de ambos casos, pero el dibujo de Sempé más que darme risa me recordó a Oliveira (pensándolo bien, tal vez sí haya estado más cerca del segundo caso), cuando se atormentaba reflexionando, incapaz de levantarse de donde estuviera tirado, en que toda decisión conlleva un sinfín de renuncias. Cualquier elección, sin importar cuál sea, nos deja sin la posibilidad de millones de elecciones. Optar por cualquiera de esas posteriormente no sirve, pues se tratará en realidad de una elección distinta. Si el pintor de Sempé fuera Oliveira, las señoras que tan tranquilas comentan la escena tal vez envejezcan y sean evacuadas a un asilo antes de que el artista se decida a privar a su lienzo de un sinnúmero de caminos posibles. O quizá Sempé esté jugando con el hecho de que sus personajes, siendo eso, personajes, no envejecen y pueden darse el lujo de no tomar decisiones nunca, lo que en todo caso me lleva a Oliveira quien, siendo él también personaje de ficción, fue castigado por Cortázar con el eterno conflicto del discernimiento. Lo que pienso ahora es que en realidad hay algo en el dibujo que se me está escapando. Algún detalle al que renuncié de manera inconsciente por centrarme en la figura del pintor indeciso, elección que me privó de cualquier otra que me hubiera llevado, o no, a comprender la obra. Puede que haya sido el cansancio, o lo poco de mexicano que tiene el humor francés, pero también es posible que, con un escalofrío, me haya previsto a mí mismo a la mañana siguiente, sentado frente al paisaje infinito de la pantalla en blanco, los dedos suspendidos sobre el teclado, solo e indeciso como un cursor. Detrás de mí, una voz queda se mofaría: “me encanta este momento en que...”

24.4.09

La dentadura de Onetti

... se paseó ayer por el Instituto Cervantes en boca de Mario Vargas Llosa. Marito, como él mismo se llama cuando se autoficciona, no tuvo empacho en mostrar el buen estado de esos dientes que, en broma o no tanto, dijo haberle heredado el ya viejo y casi desdentado uruguayo. Se veían en tan buen estado que no pude dejar de preguntarme: ¿y a quién se los va a dejar Vargas Llosa? La lista de candidatos sería larga.
Fuera de eso, la charla con Gustavo Guerrero y Albert Bensoussan en torno al ensayo del peruano sobre Onetti fue cálida y animada. Vargas Llosa definió como "crapulosa" la escritura de Onetti, a quien comparó con Céline y Camus, y de quien dijo fue uno de los que mejor aprovecharon la enorme influencia de Faulkner. Porque hay influencias que pueden ser destructivas, se extendió, como sucede con frecuencia con Borges, que nos heredó toda una legión de "borgesitos", y como sucede también con Faulkner.
Da gusto escuchar a alguien como Vargas Llosa hablar abiertamente de aquello que lo apasiona y lo vuelve apasionante: la buena literatura, y dejar de lado otros temas que también le apasionan pero que no logra volver tan seductores, como la política o él mismo.
En esto estuvimos de acuerdo quienes nos habíamos congregado ahí para escucharlo: Harmodio, Haydée y yo; aunque el consenso no fue el mismo cuando discutimos su traje de leve azul-verdoso sobre camisa rosa y corbata barroca, contraste notorio con la vestimenta más casual y oscura de sus acompañantes. ¿Postura mediática?, ¿afirmación ideológica?, ¿desenfado de estrella literaria? ¿Dónde está Barthes cuando se le necesita?

19.3.09


Este blog reabre sus ventanas con nueva imagen y foto, obra ésta última de Naún González. El escenario es el estudio de trabajo del artista, en donde muy amablemente me hospedó durante unos días. Aprovecho para enviar a él y a Kristine un muy fuerte abrazo y para invitarlos a todos a ver el excelente dossier sobre litertaura mexicana contemporánea que publicaron en línea Mariana Martínez e Iván Salinas. El título es "Voces de México" y el sitio el de la revista francesa Retors. El índice está en francés, pero los textos se publican todos en versión bilingüe.




25.7.07

Mi casa natal se encuentra en una colonia construida sobre los restos de enormes huertos de mango. Desde el patio podíamos ver, cuando niños, la calle de atrás y la siguiente, con sus escasos carros cruzando tras los lotes baldíos y sus matorrales resecos. Montados en cocodrilos sobre ruedas, pedaléabamos explorando los terrenos de los vecinos, a los cuales teníamos acceso libre pues nada los separaba unos de otros. Desde nuestra calle se veía, al fondo, la avenida Sinaloa, pequeña en comparación con la otra, la Doctor Mora, perpendicular a la anterior y conexión principal de la colonia con el centro de la ciudad, pero buena opción para las tardes en que bajábamos mangos a pedradas. Estaba en ese entonces la avenida Sinaloa oscura y llena de casas extensas, y su único interés era que conectaba, en el fondo insondable, con el malecón que sigue al río.
Hoy su aspecto es muy distinto. Se la ve más despejada y luminosa, no por el alumbrado público, que sigue siendo deficiente, sino por los minisuper, taquerías, sushis, bares y cafés, boutiques, panaderías, anuncios luminosos y autolavados. El crecimiento de la ciudad hizo de la colonia una zona céntrica y era normal que sus ejes princpales, como la avenida Doctor Mora, sufrieran cambios ante el incremento del tráfico. Pero la actividad en la Sinaloa tiene otros motivos: en unos cuantos años se convirtió, a saber por qué, en un centro de diversiones para jóvenes muy impetuosos y lo suficientemente bien protegidos como para hacer lo que se les venga en gana. Y no se trata de una figura retórica: hacen literalmente lo que se les viene en gana. La imagen se ha hecho común: desfile de carros ridículamente caros en el atestado boulevard las noches de viernes y sábados; arrancones para medir máquinas; violación de todas las leyes de tránsito existentes; instalación de bandas musicales en mitad de los retornos, para escuchar con más tranquilidad con los carros estacionados, en sitios prohibidos, por supuesto; amenazas a conductores, peatones y agentes de policía que se atreven a reclamar ante conductas prepotentes, y otras lindezas por el estilo.
Huelga decir el hartazgo de los vecinos. Muchos de ellos decidieron mudarse y ceder sus casas a cualquier tipo de negocio que sea lo bastante intrépido para instalarse ahí, aunque algunos de éstos, en especial restaurantes, han comenzado a su vez a mudarse a otros boulevares. Fuera de estos juniors, que no visitan el boulevard precisamente para deleitarse con la oferta gastronómica, cada vez menos gente se atreve a poner el pie ahí.
Además de la necesidad de trazar nuevas rutas para acceder al oriente de la ciudad durante las tardes del fin de semana, y de la incómoda, pero sobre todo inútil y patética presencia de numerosas patrullas de policía en la zona (más de una vez ha quedado de manifiesto que la presencia policíaca busca más proteger a algunos de esos juniors que vigilarlos), los habitantes del barrio que no vivimos en las inmediaciones de la avendia Sinaloa debemos soportar el constante paso de estos mismos vehículos, que como endemoniados cruzan las calles del interior de la colonia para acceder o salir del nudo vehicular que constituye en centro de la fiesta.
La muy tradicional costumbre de sentarse frente a la puerta de su casa, a tomar unas cervezas frías cuando la noche hace bajar el calor en la calle, se ha convertido en un acto de temeridad. Apenas hace tres noches, mientras en compañía del Niñón, el ATA y el Bimbo disfrutábamos de unas heladas, una serie de ráfagas de armas de fuego, provenientes de nuestra querida avenida Sinaloa, nos convidó a levantar el changarro antes de lo planeado.
En su paso de ingorada avenida de mangos cargados, hace unos años, a la pista de la impunidad y del ridículo policíaco que es ahora, la avenida Sinaloa resume la historia reciente de su ciudad y de su estado. Con nuestra transformación de vecinos que se encontraban al anochecer a compartir unas cervezas frente a sus casas, a legión de topos que asoman ocasionalmente la cabeza al exterior con la esperanza de que los tiros hayan cesado, resumimos la desgracia de nuestra cultura y la miseria de nuestra condición.

27.5.07

Anoche fue presentado, en el Instituto Cervantes de París, el cuentario Objetos Encontrados (Castalia, 2007), de nuestro compañero y amigo Marcos Eymar, ganador del premio Tiflos 2007 en la categoría de cuento. En la mesa se lucieron Martín Solares y Jorge Harmodio, a quienes tuve el honor de acompañar. El público lo formaban el Taller de París y demás amigos y amantes de la literatura que nos acompañaron. Aquí el texto que me atreví a leer sobre la obra:

Quien busca objeta, o pequeña guía de minucias capitales. "Objetos encontrados", de Marcos Eymar

Fue en una escena digna de una de sus ficciones que Marcos Eymar me pidió, a mí, un compañero de taller literario, que presentara su libro. Como en uno de los textos que se incluyen en la obra que hoy nos convoca, el ritmo del relato que nos narraba permaneció inalterable, la voz narrativa ocultaba maliciosamente, tras una fría serie de cervezas, el momento impensable en que un personaje, ingenuamente instalado en su cotidianidad, sufriría el apenas perceptible influjo de una existencia paralela que alteraría la suya tal vez de forma definitiva.
Imaginemos la escena: Un tallerista A está sentado ante su copa ya casi vacía, en algún bar cercano a la calle San Denís, pensando en la forma de desanudar un texto inconcluso. Junto a él, el tallerista B rumia en secreto la nostalgia de seguir corrigiendo un manuscrito, ahora arrebatado de sus manos por un prestigioso premio literario, en uno de esos acontecimientos del mundo real que la prosa de Eymar narra con frases esbeltas y precisas. Entonces tallerista B se gira y, como si se tratara de un evento predicho desde tiempos inmemoriales, pide a tallerista A que presente su publicación.
Tallerista A parece en un principio confundido; termina su cerveza y acepta la invitación antes de pedir un nuevo trago para brindar por el momento; se da cuenta entonces, entre el tintineo de los vasos, que algo más grande que la suma de dos talleristas ha sobrevolado sus cabezas esa noche.
Es la realidad, tal como la entienden los cuentos de Marcos Eymar: cruces de destinos en apariencia sin rumbo, o acontecimientos con máscara de azar descubiertos en flagrante delito de cotidianidad que se convierten, en manos de Marcos, en fuente de material altamente literario.
Objetos encontrados es el primer volumen de cuentos publicado por nuestro compañero Eymar. En él se incluyen trece relatos, todos ellos de envidiable factura, todos ellos hechos de esa materia que Eymar obtiene, en un acto digno del mago que aparece en la solapa de su libro, al transformar lo repetido en único, lo accesorio en esencia, lo encontrado en búsqueda.
Las historias transcurren como una caminata sin rumbo en las calles de una ciudad de altos edificios, parques frondosos y luz minuciosa. Los narradores marchan apoyando con firmeza los pies sobre el suelo, los ojos muy abiertos y el pecho inflamado, en un extraño estado de calma excitación que ritma impecablemente las frases. Tanto, que uno tiene la impresión de que si deja de leer, el mundo se detendrá.
Se diría que en los universos eymarianos la luz tiene peso. Durante sus paseos citadinos a pie o en bicicleta, en sus desvaríos en tren o auto por el campo, la voz narrativa avanza con la mirada dirigida hacia abajo, hacia lo terrenal. Recuenta así en su transcurrir el contingente accesorio que queda atrás con la ilusión del movimiento: reportes meteorológicos, contenedores de basura, el correo publicitario en un buzón, un hombre que tararea O sole mío montado en su bicicleta.
Conforme avanza en su caminata, sin embargo, la voz del narrador eleva su mirada y termina por encarar directamente el cielo, en una suerte de catapulta que lanza hacia el mundo visible todo aquello que se sedimenta en el fondo de la existencia atolondrada de los personajes.
Lo cotidiano, lo rutinario, todo aquello que nos parece demasiado pequeño para pensarlo, como los objetos que olvidamos en el vagón de un tren, o las llaves que buscamos entre los cojines mientras las apretamos en nuestra propia mano, son la ruta a través de la cual la vida real es elevada a la categoría de vida soñada, lo banal se vuelve importante y lo accidental, ineludible.
En Las semillas extrañas, el relato que abre el libro, un doctorando busca, en sus largas sesiones de biblioteca, evadir la exigencia científica de su trabajo y encontrar la escencia de la locura del escritor Guy Michel, mientras que sobre el cristal que lo separa del mundo, el muro de la biblioteca, insistentes pájaros, discretos émulos de Michel, repiten el único acto heroico del que fue capaz el poeta: elevarse sobre el mundo y romperse la cabeza contra la pretensión humana de abarcarlo todo.
En El hombre del tiempo, el reporte meteorológico es hermanado a la autoridad suprema del Tiempo, con mayúscula. El hombre que anuncia las condiciones metorológicas termina, sin darse cuenta, regulando la velocidad con que el paso de los días y las semanas atormentan a un clandestino latinoamericano, refugiado una gran ciudad española, hasta hacerlo capitular en su intento por huir del pasado.
La última vuelta, texto de exquisita factura, narra el conmovedor regreso de un hombre maduro a la ciudad en donde vivió muchos años con su mujer. La embriaguez de la vida citadina y la espera ante trámites administrativos lo guían en silencio hasta el encuentro con una parte extraviada de su propia vida, perdida en las tediosas profundidades de un armario.
Para Eymar, en lo banal y rutinario cabe lo excepcional, lo impensable, la locura. Cuando ésta se apodera del universo eymariano, lo hace a través de esa misma voz, tersa y sensible, clara como la noche que nos deja ver el infinito. El lector, quien se creía a salvo en el interior de su pequeño refugio hecho de frases impecables, percibe con inquietud el huracán que se abalanza sobre él y hace temblar las delgadas paredes que lo resguardaban.
Textos como Cinta roja, Gale, o Ruleta musa, nos muestran a personajes periféricos, místicos o renegados, a través de una mirada que parece al principio querer traducir a un lenguaje terrenal los universos soñados o intuidos, para revelarse después incapaz de contener el embate de lo narrado. El misterio se cuenta a sí mismo a través de una mirada terrestre que renuncia a ser ventana para asumirse víctima y dejarse transformar por el misterio que la motiva.
Lo primero que leí cuando Marcos me entregó, aquella misma noche, un ejemplar de su libro, fue la doble dedicatoria con que abre. Una de ellas es de pertinencia incuestionable. La otra va para el Taller de París, por, dice Eymar, las "palabras tachadas". Después de leer el resultado final, sé que ni tantas fueron las palabras, ni tan certeros los tachones.
Marcos pretende que el paso de estos textos por el taller dejó tras de ellos una estela de románticas negociaciones literarias, un heróico enfrentamiento grupal contra el texto oscuro y las frases hechas, contra la sentencia demasiado larga o la rima interna; no lo veo así, si de algo sirvió nuestra atónita lectura de aquellas tardes, fue para confirmar en la prosa de Marcos el estilo seguro y confiado del que siempre ha hecho gala. Un taller se funda en cierta promiscuidad literaria que da a luz inevitablemente algunas historias con cola de cerdo. Marcos logró conjurar el riesgo.
Y si nuestra intervención en verdad dejó atrás fragmentos de su obra, aunque sean sólo algunas palabras, propongo recogerlas y agruparlas en una antología, que se puede publicar junto al tomo que ahora presentamos, y que podría llevar por título, junto al de Objetos encontrados, el de Encuentros Objetados.
Al releer los textos incluidos el cuentario de Marcos, que en su mayoría leí en las sesiones del taller, cuando ya eran lo que son pero no tenían la fijeza y la circunspección editorial que muestran ahora, encontré en la vecindad de los relatos nuevas razones para seguir pidiendo a su autor nuevos cuentos, y para seguirlo llamando con cariño, el "maestro" Eymar.

20.4.07

Messi wikificó a Maradona. El huiqui está en todas partes.


19.4.07

Rutina Zen

Imaginen que por una semana deben organizar su día a contracorriente con el mundo: despertar a alrededor de las tres de la tarde, no por la insistencia de un despertador sino por la sensación de que la vida llama a la puerta; intentar en vano dormir un poco más, pues aún el cansancio duele en las extremidades; salir de cama con resignación y tomar un desayuno que nunca se sabe si debe ser leve o prolijo; tratar de escribir un poco contra la luz que pierde beligerancia; intentar aprovechar los últimos minutos del horario de oficinas para atender asuntos administrativos; tras lograr poco o nada en el apartado anterior, dudar entre salir y por fin ver un rostro amigo o atender las ocupaciones domésticas; por fin no aguantar más y salir a la calle, que se llena de gente que vuelve a casa, y unirse hambriento a gente que ya comió, o llegar satisfecho a una cena extrañada; comenzar apenas a sentirse calentito cuando el reloj marca la hora de partir; llegar a media noche frente a esa computadora y permanecer ahí siete horas, solo con un teclado y una conexión directa a todo el mundo menos a su propia ciudad; permanecer así hasta las siete de la mañana; salir a la calle y ver rostros blancos y húmedos; llegar a casa cuando ya no hay nadie, cenar viendo el amanecer; ajustar la cobija emergente contra la ventana para que no deje colarse ni un rayo de mundo, oculte lo mejor posible el barullo del hombre que quiere escabullirse como una cucaracha hasta la cama; meterse bajo las sábanas y cerrar los ojos; disfrutar, como todo el mundo, de un merecido sueño; abrir los ojos sin necesidad de despertador...

13.4.07

Ofrenda Huiqui

Emocionado por la publicación del Manifiesto de la Literatura Huiqui, quiero sumarme a la celebración con el siguiente huiquitexto:



levítico.moisés.gastón_lhe.wiki


Llamó a Moisés y le pidió que se sentara en una banca de madera, hecha del tronco de un árbol caído frente a la entrada de la propiedad.

- Ahora que tienes lo que buscabas, muéstrate agradecido y no falles. Haz lo que se te ha dicho. Dile a tu gente que esperamos ver muestras de fidelidad.

Moisés afirmó en silencio.

- Ve y diles que tengan cuidado con lo que hacen. El Señor es bondadoso pero castiga a quienes no se muestran a la altura. ¿Me entiendes?

- Perfectamente, Señor -, dijo Moisés y dio una larga fumada a su cigarro.

- Diles que si alguno de ustedes falla de manera involuntaria, el Señor hará que lo traigan a punta de cuerno de chivo, lo llevarán al patio donde está la noria y ahí le agujerarán las tripas. Luego lo colgarán de la boca del pozo para que se desangre, y para que los zopilotes se lo coman desde las patas, espectáculo que gusta al Señor.

Moisés esta vez no habló, ni afirmó. Dio a entender que comprendía con un brillo tímido en los ojos, mientras su cigarro se consumía lentamente.

- Si alguno de ustedes falla a propósito, o por imbécil, se le hará traer a punta de cuerno de chivo y será llevado al patio de la noria. Le serán arrancadas las uñas de pies y manos, y la piel de la cara a jirones para darlas de comer a los gallinazos frente sus ojos pelones. Luego será colgado de la boca del pozo para que se desangre y los zopilotes de lo coman desde la planta de los pies, porque al Señor le gusta ver por su ventana las parvadas carroñeras bajando día y noche desde el cielo ardiente.

Moisés pasó saliva y tuve el coraje de afirmar con la cabeza de manera casi imperceptible. Pensaba en por qué tenían que haberlo enviado a él, a que le detallaran las horribles venganzas que sufriría en caso de que el acuerdo entre sus jefes no funcionara.

- Si alguno de ustedes me roba parte de la mercancía, o intenta entregarme, o me quiere ver la cara de pendejo de alguna manera, a punto de cuerno de chivo será traído hasta aquí junto con sus compinches, y las madres, hermanas e hijas de cada uno de ellos. Serán todos llevados al patio de la noria, amarrados y puestos a salar al sol durante dos días enteros, antes de abrirles las tripas para embarrar la piedra del pozo y llamar a los zopilotes, que vendrán a comérselos poco a poco comenzando por el ombligo, para que el Señor pueda ver ese espectáculo que tanto le gusta durante varios días con sus noches. ¿Estás entendiendo, Moisés? Y además, iremos a buscar sus casas, y les prenderemos fuego…

Moisés pensaba que debió hacer caso a su madre y quedarse en el rancho ayudando a su padre con el tractor. Quería salir de ahí cuanto antes, pero el Señor no dejaba de mirarlo con esos ojos que parecían garras de cuervo, encabronados desde ahora a pesar de que acababan de firmar un acuerdo importante. Alrededor de ellos, en la amplia finca callada y verde, un ejército disimulado entre los muros y autos vigilaba la conversación.

- … y a los traidores, luego de que los hayan desangrado los zopilotes, les cortaremos la cabeza y la arrojaremos junto con un mensaje al interior de alguna comisaría, o de un restaurante donde esté comiendo el hijo de puta que los sobornó, y traeremos después a todos los del bando contrario hasta la noria, para colgarlos vivos de las patas y que se los coman los zopi…

- Sí, Señor, esa parte ya me la explicó, entiendo perfecta…

- ¡Cállese el hocico y déjeme hablar! ¿O qué, no quiere regresar vivo con su gente y darles la buena noticia?

Estas son las instrucciones que dio el Señor al pobre campesino Moisés, para que las llevara a sus colegas, sobre la banca hecha de un tronco caído a la entrada de la finca más protegida del país.

15.3.07



Ayer se presentó, en la casa Refugio de la calle Citlaltépetl, en la colonia Condesa de la ciudad de México, la estupenda novela de Martín Solares, Los minutos negros (Mondadori, 2006). Los presentadores fueron Juan Villoro, Jorge Volpi y José Agustín. Aunque no pude estar presente en el evento, lo celebré cual se debe en compañía de otros colegas y admiradores del autor, por cuyo avenir y pronto regreso brindamos acaloradamente. ¡Salud!

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Por otra parte, repongo aquí un fragmento de relato que se me traspaginó y que me fue reclamado:

- Tómelo – dije, con la misma calma con que él se había dirigido a mí.

El hombre alargó la mano libre y tomó los billetes que esperaban con medio cuerpo en la ranura del cajero. Se los llevó frente al rostro y, abriéndolos en abanico entre los dedos con el gesto teatral de una bailarina de flamenco, los contó.

- ¿Es todo? – preguntó.

- Sí.

Metió los billetes en un bolsillo y, con el mismo paso de rengo con que se me acercó en un principio, se alejó del lugar con dirección a la entrada del metro. Lo miré avanzar mientras se llevaba la mano con el cutter al bolsillo del abrigo. Lo seguí durante algunos metros, pero cuando se dio cuenta de ello giró por un pasadizo estrecho, por entre una serie de contenedores instalados ahí por el municipio, rumbo a la zona de calles angostas y poco transitadas del barrio.

Por la avenida se acercaba una patrulla de la policía. Yo pensé en David Lynch, en la fila de gente que en ese momento se revolvía de impaciencia y frío en espera de poder entrar a la sala del cine. La calma no peleó el lugar en mi ánimo a una cierta indignación ante lo que acababa de ocurrir. Pero sobre todo, fue la imagen de mí mismo sentado ante las escenas incomprensibles que me esperaban, sin dinero e indigesto de resignación, lo que me empujó a lanzarme en el – en ese momento estaba persuadido de ello – inútil y engorroso episodio que se avecinaba.

Alcé la mano de pie sobre la acera. La patrulla se detuvo.



10.3.07

Fuera de Francia, la policía francesa tiene fama de eficaz. En el interior, tiene fama de ser prepotente y altanera. Luego de mi experiencia reciente, no puedo desmentir ninguna de las dos reputaciones. Seis días después de haberme presentado en la comisaría a denunciar un asalto con arma blanca, un agente me llama y me deja un recado en mi teléfono. Tienen a un sospechoso que coincide con la descripción que hice y que actúa según un método parecido al de mi agresor. Sí, le agradecemos su colaboración, y ahora es importante que venga a identificarlo. Le dije que pasaría esa misma noche y así lo hice. Pero en la recepción de la comisaría nadie estaba enterado que yo debía presentarme a identificar a un sospechoso. Vuelva mañana durante el día y hable con la persona que lo contactó por teléfono, me dijeron. A la mañana siguiente, a las nueve con cinco minutos, me llama el mismo agente del día anterior

- ¿Qué pasó? - me preguntó secamente luego de anunciarme su nombre.

- Pues no sé – contesté –, fui a la comisaría y nadie me supo dar información.

- Me acaban de decir mis colegas que usted no se presentó.

- Pues me habrán atendido otros…

- No. No me diga que vino porque no es verdad. Si usted no se toma en serio este asunto, no debió presentar su denuncia en un principio. Y si me dice que va a venir…

Tomó un largo intercambio de acusaciones y desmentidos antes de que nos diéramos cuenta de que lo que en realidad sucedió fue que yo me presenté a la comisaría del segundo distrito, mientras que el agente me llamaba desde el distrito número doce. De nada sirvió verificarlo, porque ante el agente la culpa seguía siendo mía. En eso se parecía a los policías mexicanos (al menos a los que he conocido). El error nunca es suyo. El error no puede ser suyo. Con todo, me presenté algunas horas después en la comisaría del doceavo distrito, convencido de que era mi deber terminar con ese asunto. Para mi suerte, no me atendió el agente infalible, sino una oficial con acento sureño. Durante el tiempo que llevó el proceso de identificación y levantamiento de la denuncia formal (el detenido era, en efecto, el mismo que me había robado), me agradeció en varias ocasiones mi presencia y colaboración. Al final, puso a mi disposición una serie de números de teléfono a los que podría llamar en caso de necesitar apoyo psicológico por la violencia sufrida, para pedir información sobre el desarrollo del caso, en caso de necesitar asesoría jurídica, etc. Cuando me acompañó a la puerta de salida, me agradeció una vez más y volvió, el rostro sonriente y orgulloso, a su puesto. Nunca he logrado llegar hasta este punto del proceso en los casos en que he sido víctima de un delito en México, de manera que no podría hacer una comparación objetiva. Pero tengo la sensación de que la experiencia debe ser muy distinta. De pie bajo la lluvia, bajo las frías letras que anuncian la sede de la policía en el bulevar Daumesnil, me di cuenta de que seguí hasta ese punto más por curiosidad hacia el funcionamiento del método policiaco, que por responsabilidad civil o reales deseos de llevar a mi agresor tras las rejas.

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Nuestro estimado colega, compañero del taller literario, el "maestro" Marcos Eymar, obtuvo merecidamente el premio Tiflos de libro de cuentos por su estupenda obra Objetos encontrados. Un abrazo y mis más sinceras felicitaciones por esta alegre noticia. ¡Enhorabuena!

6.3.07

La oficial me dijo tome asiento, y me coloqué frente a la pantalla de una computadora. Ella dijo:
- Vamos a comenzar con una descripción, ¿qué tipo de fisonomía tenía el hombre?
Lo hemos escuchado, visto en las películas o leído en novelas policiacas, pero cuando uno lo vive en carne propia se da cuenta de que no es nada fácil describir, detalle por detalle, el rostro y cuerpo de una persona a la que sólo se vio por unos segundos y con los sentidos alterados por la rabia, el miedo o la indignación, o todos ellos juntos.
- Pues, era grande...
- ¿Tipo europeo, caucásico, mediterráneo, surafricano...?
- Pues, verá...
Agente experimentada, la mujer - tipo surafricano, grandes labios y cachetes carnosos, ojos negros y aburridos - no tardó en darse cuenta de que yo no tenía idea de cómo describir a mi atacante. Cuando al final dije "europeo", la oficial marcó, en el programa de la computadora, además del indicado, los tipos caucásico y mediterráneo.
Otros rubros, más o menos complicados, se sucedieron: ¿cara cuadrada, redonda, oval, rectangular?, ¿nariz aguileña, respingona, chata?, ¿ojos, cejas, cabello, bigote, berrugas, piel, barbilla...?
Luego de algunos minutos y bastante confusión, el sistema reunió en un listado las fotos de personas que, según su base de datos, correspondían a los datos que le dí. La agente me pidió que las mirara con atención y le dijera si identificaba al agresor.
Viendo aquella larga lista de rostros, parecidos hasta cierto punto pero a la vez completamente distintos unos de otros, comencé a sentir el mismo mareo que me invadió la noche del asalto, ya a salvo y frente a la pantalla del cine, a mitad de la película de Lynch que no quise perderme a causa de un asalto.
En Inland Empire, uno de los elementos que ayudan a crear el clima de aturdimiento - además de las tres horas inmisericordes que dura el filme - es la omnipresencia del rostro de Laura Dern, encarnando con versatilidad impactante a varios personajes, o las varias vidas de un posible único personaje.
Cuando observaba la foto número setenta comencé a creer que toda esa caterva de agresores en potencia eran un mismo rostro en diferentes situaciones, un mismo Lauro Dern acusado por distintas víctimas de cometer delitos varios. ¿O era tal vez como en Palíndromas, de Todd Solondz, aquella otra película perturbadora en la que diferentes actrices representan al mismo personaje a lo largo de una misma historia, dejando al espectador al borde primero de la nausea, y de la histeria después? ¿Todos esos rostros, de tipo caucásico y nariz recta, de piel blanca y labios pequeños, todos a un metro ochenta del suelo, no eran las distintas caras de un mismo agresor universal, inalcanzable y ubicuo, escurridizo e incomprensible como Lynch o Solondz?
No supe cuántas fotografías vi. No supe cuántos de aquellos rostros eran el mismo que el anterior o si eran diferentes entre ellos, del de la agente o del mío mismo.
-¿Entonces...?
- Preguntó ella.
- No, le dije. No es ninguno de ellos.