31.10.05


Hacía un día precioso para finales de un mes de octubre. Diríase que estaban en pleno verano. De hecho, ni en verano el tiempo había sido tan generoso. Bajaron a la tienda de la familia de chinos y compraron tres cepillos de cerdas metálicas muy gruesas y un palo de madera para escoba. De regreso en casa clavaron uno de los cepillos a un extremo del palo de madera, y justo detrás de él engraparon una esponja metálica sobre la que rosearían los productos solventes. Ana bajó entonces y colocó dos sillas sobre la acera, encerrando el espacio en donde se estrellaban las gotitas de agua que desde arriba dejaba caer Antonio para marcar el espacio de trabajo. Sobre las sillas Ana colocó después letreros de advertencia y volvió al departamento. Cuando entró, Antonio asomaba medio cuerpo por la ventana. Ella lo sostuvo por las piernas, que volaban a la altura de su rostro, y le dijo ten cuidado. Desde el quinto piso él veía la gente que leía los letreros sobre las sillas, los ignoraban, y volvían la vista hacia arriba justo cuando pasaban bajo la ventana. Roció el primer vaso con agua jabonosa. Sacó luego el palo con el cepillo y la esponja, y comenzó a tallar la mancha roja que destacaba con violencia sobre la clara fachada del edificio. Justo debajo, sobre la acera, se veía la otra mancha, en el punto en el que la lata había por fin caído luego de vaciar su contenido en el reborde de las ventanas del quinto y cuarto pisos. La gente recibía las gotas de jabón rojizo en el rostro al voltear hacia arriba, luego de haber ignorado las advertencias. Entonces se fastidiaban, pero miraban a Antonio sin decir nada. La autoridad moral, por suerte, aún juega un papel en este mundo. Se limitaban a dejar la acera o a acelerar el paso, malhumorados. Poco más adelante, Ana descubriría que era mejor dejar caer más agua, de esa manera la amenaza sería evidente. Dio resultado. Al ver el agua cayendo desde lo alto, la gente comenzó a rodear la acera al pasar por ese punto, sin leer siquiera las advertencias sobre las sillas. Antonio recordó el efecto que tuvieron sobre él los autos destrozados que, junto a la carretera y los señalamientos que invitaban a disminuir la velocidad, colocaban las autoridades de tránsito en México para mostrar al público incrédulo el estado en que sus carros quedarían en caso de accidente.

Corolario 1: La amenaza explícita es mejor herramienta de comunicación que la advertencia amable.

Corolario 2: Nunca dejar una lata con pintura roja sobre el reborde de la ventana en un día de fuertes vientos.

27.10.05

La dama de las botellas

Volvían en bicicleta de una cena en casa de una amiga. Era alrededor de la una de la mañana. Cuando entraban al puente de la calle Eugene Varlin sobre el canal St Martin, vieron a la mujer que golpeaba una botellita de vidrio translúcido contra el barandal del puente, justo en el otro extremo. Al tercer intento la botella estalló. La mujer continuó su camino y acercó el cuello de cristal roto, que sostenía con la mano derecha, a la parte interior de la muñeca izquierda. Ambos vieron este gesto justo cuando pasaban a un lado de la mujer. Esta tendría unos cuarenta años, estatura mediana y cabello ligeramente rubio. Llevaba un abrigo largo y claro y estaba un poco despeinada. Ella dijo, bajándose de la bicicleta: ¡se va a cortar, se va a cortar! Ambos dejaron sus bicis contra el barandal, y se echaron a andar detrás de la mujer, llamándola sin acercarse demasiado: Señora, espere! La mujer pareció entonces darse apenas cuenta de su presencia. No, ustedes váyanse, les dijo, y se acercó al barandal. Estaba en ese momento justo a la mitad del puente. Ella se acercó un poco más a la mujer, él la dejó hacer, observando un poco más lejos. Él pudo ver cómo del jardín que rodea la esclusa, junto al puente, salía un hombre que se acercaba a la mujer por detrás. En ese momento, por el Quai de Jemmapes, se acercó una patrulla de la policía. Él les hizo señas con la mano. El coche policía se detuvo y observó la escena. El hombre del jardín saltó la cerca (que en ese extremo está cerrada por las noches), y se acercó con cuidado a la mujer. Ésta se sorprendió al verlo y lo amenazó con la botella rota. Pero al girarse se dio cuenta de la presencia de la policía, y arrojó la botella hacia los matorrales del jardín. Entonces los oficiales bajaron del auto, se acercaron a la mujer, quien pataleó contra el suelo chillando, fastidiada. Le hicieron algunas preguntas al hombre del jardín. Él pudo entonces ver que el hombre del jardín no venía buscando a la mujer del abrigo blanco, como creyó en un principio. En un banco, en el interior del jardín, una mujer, la acompañante de aquel hombre, esperaba el final de la escena. Aquel hombre había visto el encuentro de los ciclistas con la mujer, los intentos de los primeros por calmarla, el gesto de ella amagando con cortarse las venas, y había salido a toda prisa a tratar de evitarlo. Ahora explicaba todo esto a un agente serio y sin prisas, que buscaba mientras hacía preguntas el objeto que la mujer había arrojado entre los arbustos.

Ambos volvieron por sus bicicletas, caminaron en silencio unas calles más hasta su casa. Por fin sobre el parqué de su departamento, se abrazaron y se agradecieron sin hablar su mutua presencia.