30.11.05

Alice in chains vs Mr G

El Comogil se puso de pie y abriendo los brazos me ofreció magnánimo la última antología de Alice in chains. La edición, poco cuidada, tenía la suciedad y autosuficiencia del verdadero rocanrol. Tiempo después, en mi casa, lejos de la borrachera y las discusiones sobre el Síndrome de Han Solo comogiliano, volví a escuchar aquellas canciones que siempre lograron erizarme los pelos. Fui testigo de cómo la voz de Layne Staley, entre robótica y ultratumbosa, se niega a seguir a su portador original a través de las puertas de la muerte, deteniéndose sólo un paso atrás, en el limbo de los efectos profundos de la droga.


Pero no fue sino hasta la cuarta o quinta vez que metí el disco al lector que me di cuenta de la catástrofe. Justo después de la magnífica Would, última pieza del disco Dirt, se me apareció, como el alma de un colgado a quien se privó de santa sepultura, no el fallecido Staley sino Kenny G!
Sí, por encima de mi incredulidad, de mi irritación y de mi dignidad ofendida, se elevó desde las bocinas el sonido de un saxofón omnipresente, fluído como el aceite de ricino, dulce como un te quiero de thalía, suave como mierda fresca bajo el zapato.
Adelanté la canción tan rápido como pude, sólo para toparme de frente con una nueva pieza del intruso. Un avance más y caí en las garras de la peor versión posible de
Take five. Fue demasiado. Me negué a seguir explorando la antología, temeroso de encontrar horrores aún más grandes.
Desde entonces sigo víctima del atentado, y sólo soy capaz de escuchar los temas que estoy seguro que corresponden a los Alice, y pienso en lo mal que está este mundo cuando alguien es capaz de atentar contra la capacidad de ser feliz de una persona inlcluyendo mañosamente a Mr G en una antología de este tipo.
Mis disculpas al buen amigo Comogil, pues sé que no era su intención hacerme pasar este mal trago. Pero habrá que estar conscientes que el rocanrol editorial produce tantas maravillas como basofias, sobre todo si uno se aventura a impulsar su búsqueda hasta el barrio de Tepito o el Eje Central en el DF.
Tal vez sea cierto que los derechos de autor son el derecho divino de las modernos monarcas del arte popular. En ese caso Mr G sería un emisario poderoso encargado de castigar nuestro atrevimiento tepiteño con horribles torturas, crueles pero bien merecidas.

28.11.05

Pollo con curry

A las cinco de la mañana me despertó el pollo con curry. ¿A quién habrás salido, mijo?, me pareció escuchar a mi madre. El recuerdo de la cena volvía insistente a pesar de mis esfuerzos por dormirme. La guitarra de un africano reggae-jazzero, el rollo del mesero-buensamaritano, voluntario de la asociación que cocina en apoyo a las asociaciones que cocinan, el buen ambiente y la experiencia de un local viejo y bonito en un barrio que, todos lo juran, en poco tiempo se pondrá de moda.
El menú: rollo del mesero, sopa de chícharos bio muy sana e insípida, pollitosano con rajas de limónhuevoypiña, arroz con pimientaynosal, más rollo del mesero (otro mesero, mismo rollo), postre de pera y chocolate y, de pilón, más postre con todo y la receta, inflada con ingredientes que nadie ha visto nunca para hacer el ejercicio más interesante.

Cinco y media y mareado de dar vueltas en la cama. Hasta el sueño se me fue. Me levanto. En eso llama Miguel. Creo que estaba borracho. Se había ido de juerga con un par de ociosos y hablaba incoherencias sobre literatura y supuestos nunca vistos en el arte de nuestro tiempo.
- Vete a dormir - le dije.
Cuando me acerqué de nuevo a la cama ella me dijo:
- ¿Qué te pasa, güeroscuro?
Desde que vio que mi pasaporte me define con un "tez morena clara" me trae finto.
- No es nada. Vuélvete a dormir - le dije.
Las incoherencias de Miguel y del pollitosano impidieron cualquier reconciliación con la almohada. Me levanté de nuevo y recorrí el pasillo en varias ocasiones.
Caminando así recordé al único desasociado del restaurante asociativo. Un hindú de cara divertida que llegó vendiendo juguetitos super coloridos. Nos tenía a todos lelos, pero como no era posible hablar con él en ninguna lengua conocida, el pobre se fue en blanco, haciendo girar su rehilete con lucecitas de colores por la calle que pronto estará de moda, mientras nosotros disfrutábamos de la cocina de su país. Tal vez entonces, pensé, cuando se vayan las asociaciones que ayudan a las asociaciones, y vengan los burgueses que cenan en los barrios de moda, el hindú podrá vender sus lucecitas.

Hacia las ocho, más desmotivado que a las cinco, pero con la esperanza de un futuro mejor, con rehiletes de colores y sin pollo al curry, me dije:
- Ya vete a dormir.
Y me dormí.

26.11.05

Tan cerca

La distancia es rencorosa. Se negará a quedarse de lado cuando, sin importar cuánto te haya costado, creas haberla por fin superado. No olvidará que te has atrevido a pasarla por alto, no tolerará que te creas capaz de evitarla como a una piedra, como a una zanja, como a una tormenta pasajera.
La distancia es celosa. Hará una escena el día en que la olvides, creyéndote por un momento a salvo de su presencia distorsionadora, de su pasiva pero insalvable malversación de realidades. Chillará como una rata junto a tu oído en el momento justo en que abras los ojos, una mañana de cielo oscuro, tierra blanca y fantasmas callejeros.


La distancia es susceptible. Si al verla le sonríes, aceptas sus avances seductores, se quedará siempre colada a ti. Ya nunca más se alejará.
Y una mañana se escurrirá bajo las cobijas, serpeando suave hasta interponerse entre tí y ese cuerpo que sereno a tu lado duerme, descargará sobre ese indefenso par de tibios centímetros toda su furia separadora, todo su rencor de bestia eterna, su euforia de campeón frente al cuerpo victimado del retador promisorio.
Te despertará lamiendo tu mejilla, te seguirá en tu paso vacilante hasta la cocina, hasta el vaso de agua que no podrá calmar tu pulso asustadizo. Fluirá con la calma y grandeza de las aguas, girará sobre ella misma en el fondo del vaso de cristal, te mostrará su risa
última de viejo diablo sabelotodo.

23.11.05

Pedro (otro)

Pedro debe tener unos cincuenta años. Se mueve sin prisa, casi lentamente, y sonríe todo el tiempo con los labios y los ojos. Cada vez que quiere recordar algo deja de moverse, entrecierra los párpados y deja ver un brillo travieso en sus pupilas. Luego, si encontró el recuerdo que buscaba, habla con entusiasmo pero siempre con calma y con una excelente articulación. Con el mismo ritmo entrecortado toma su ropa pieza por pieza.
Yo también tengo pantalones de pana. Pero los míos son negros. El color oscuro sirve cuando uno quiere ahorrarse visitas a la lavadora. A Pedro no le importa tener pantalones color claro. Le gusta lavarlos. Le permite salir de casa. Los que tiene ahora entre las manos son de color azul claro. Los dobla lentamente sin dejar de hablar.
En la escuela que está frente a su casa le dijeron: Vamos a cerrar la cocina, Pedro. Ya no hará falta que venga. Haremos remodelación durante dos años. Le proponemos que tome desde ahora su jubilación. Como Pedro no se fía de nadie, se opuso. Entonces cambiaron de tono, y le ofrecieron quedarse en su casa a cambio de seguir recibiendo su salario. Lo tomaba o se iba a la calle sin nada. A Pedro le pareció extraño. A mí increíble.
Una joven llega. Quiere lavar la cobertura de su cama. Pedro interrumpe su labor, deja los calzones a medio doblar sobre el bulto de ropa. Le explica a la joven todo lo que se pueda saber sobre el lugar. Ella en su dinamismo se desespera. Por fin echa a andar la máquina. Pedro retoma sus calzones. Los estira y comienza a doblar de nuevo.
Pero, ¿qué carajos hace un chef de cincuenta años en su casa? Pedro reflexiona. Pues la comida.
Tú vete tranquila, le dijo Pedro a su mujer. Yo me ocupo de la casa. Desde entonces Pedro barre, arregla el pequeño departamente, hace la comida para mediodía y la cena y a la una ya está libre. Si tiene suerte, el canasto de ropa sucia está lleno y puede bajar a la lavandería. Pedro conoce todo sobre el local. Está muy bien cuidado. Lo sabe porque ha estado en casi todos los del barrio. El precio es más o menos el mismo. Pero además éste es tranquilo. En el que está al otro lado del canal, junto al supermercado, le robaron una cobija de invierno mientras él iba enseguida a comprar verduras. Y aquí no hace frío. Mira, uno llega con su chamarra toda puerca, espera a que se lave, ¡y luego se sale con ella como si estuviera nueva!
Yo también traigo mi chamarra, pero no la metí a lavar. Tendría que haberlo hecho. Pedro mira con atención el lugar mientras renguea sobre su pierna derecha. Podrías haberla metido, aquí no tendrías frío. ¿O tienes frío? A mí no me da frío. Se golpea la pierna. Puro titanio, sonríe. ¿Qué frío me va a dar? Aquí ya no hay nada más que titanio. Y el 14 de diciembre, y se golpea la otra pierna, ¡ésta también se va!
Mi ropa ya está limpia. Me explica cómo meterla a la secadora. Hago como él me dice. Me muestra también cómo engañar a la máquina que recibe los billetes. Pero me dice que no lo haga. En esos lugares siempre hay una cámara escondida.
Pedro espera con ansiedad el mes de noviembre del 2006. No supe cómo, pero consiguió, luego de mucho esfuerzo, y a pesar de que ahora se desempeñaba como fotógrafo periodístico, que lo reinstalaran en su puesto. Sólo que deberá esperar a que terminen los trabajos de remodelación. Mientras, le hará comida a su mujer.
Y ya se va pero, ¡mierda! Afuera ha comenzado a llover. Pedro se recarga sobre su carrito de supermercado, apoya su cuerpo sobre la pierna de titanio. Mira fijamente la lluvia o a través de ella. La sonrisa no se borra de sus ojos.

22.11.05


El domingo por la noche nos cenamos dos cangrejos. Llegaron directo de un comercio de chinos, saludables e histéricos, corriendo como cachorros sobre el parqué y con sus tenazas bien abiertas en lo alto. Luego de unos minutos jugando a lo más cercano que he visto a "la rabia" infantil desde hace muchos años, los pusimos en la bañera a esperar que se les pasara el coraje. Uno de ellos al poco tiempo se calmó. El otro se empeñó en querer levantarse sobre sus patas traseras y arrancarnos la nariz cada vez que alguien hacía uso del baño. En su histeria le dio incluso por atacar a su ya apacible e inocente compañero de bañera. Una pata que sangraba un líquido gris y de olor salino quedó en medio de la bañera, dividiendo los territorios que después de aquel pleito separó a los congéneres.
La oportunidad de la reconciliación llegó en condiciones poco favorables. Los compañeros de desgracia se reencontraron en el interior de una gran olla de agua salada en ebullición, y no supe si alcanzaron a hacer las paces antes de ponerse colorados y apetitosos. Pero su sacrificio no fue en vano: sirvió al acercamiento de sus verdugos, quienes nos apretamos en el espacio apenas un poco menos pequeño y caliente que el recipiente de su último chapuzón, a disfrutar de sus jugosos cuerpos hervidos. Como todo esto ocurrió un domingo en la tarde, un aire como de música eucarística me llegó desde muy lejos, aplacando mis culpas y colmando mi sed. Sí, me sentí culpable, pero algo extraordinario vino a aplacar mi pena: aquellos cangrejos aceptaron el sacrificio con la integridad del más grande de los hombres. Al momento de levantarlos sobre la boca humeante de la olla final, su calma, su aceptación de la injusticia del destino, la entrega incondicional de sus cuerpos para aplacar nuestra hambre me sorprendieron. Ni chistaron. Se dejaron meter en el agua burbujeante como si desde siempre hubieran sabido que aquello ocurriría.
El vino blanco y fresco ayudó a sobrellevar mejor el golpe de comerse a aquellos valientes cangrejos con martillo y entre cuatro en una cocina-comedor de apenas seis metros cuadrados. La alegría de aquellos animalitos y su entrega desinteresada nos inspiraron el calor de hogar y la alegría de la comunión necesarios para olvidar que afuera la temperatura bajaba ya de cero grados.

18.11.05

"Tu hijo se llama Pedro y ya es adolescente"

No es difícil imaginar el espanto que sentí al leer esta frase en un correo que recibí hace unos días. Aunque el mensaje lo firmaba una pareja de amigos, felizmente casados desde hace años y con dos hijas, la frase, así de buenas a primeras, no deja de ser perturbadora. Mi primera reacción fue asegurarme de que estaba solo y que podía releer el mensaje con calma sin temor a ser espiado. Volví a abrir la ventana del correo electrónico, que había cerrado instintivamente apenas sospechado el significado de la frase, y releí atentamente con el corazón hecho un nudo de aire.

Descubrí entonces con alegría que se trataba, efectivamente, de mi hijo, pero mi hijo virtual. Una fiesta estalló en mi pulso cardiaco. Había de pronto olvidado que, en la última visita que hice a mis amigos, la menor de sus hijas, de doce años, me invitó a participar en su juego favorito: un programa de computadora que permite crear, casi desde cero, un pueblo completo.

El usuario puede crear desde la ubicación del pueblo hasta las más pequeñas manías de cada uno de sus habitantes. Distribución urbanística, tipos de construcción; tamaño, forma y materiales de las casas; amueblado y decorado; habitantes con sus características físicas, intereses, profesiones, gustos en el vestir. Incluso es necesario definir sus amistades y enemistades, su vida social, tiempo libre y costumbres en el aseo personal. El centro del juego es, previsiblemente, la cartera de cada uno de los habitantes. Como en la vida real, cada pequeño aditamento a la decoración de la casa, al vestir o a la vida social implica un gasto, y esto es meticulosamente descontado del bolsillo del usuario.

La idea de A consiste en invitar a sus amigos y amigas a crear su propio habitante. De esa manera, en su pueblo virtual tiene cerca, de alguna manera, a aquellas personas cuya compañía disfruta. Así, tiene a habitantes creados por sus compañeras de escuela, así como de algunos primos y de su hermana y padres. Gentilmente, haciéndome un gran honor, me invitó a crear mi propio habitante. Ella me acompañó durante todo el proceso (a mí me hubiera tomado una semana hacerlo solo), y juntos creamos a un hombre joven, ordenado y simpático que se instaló en una zona no muy poblada de la pequeña ciudad. Supongo que se trataba de mi alter ego, como creo debe ser el caso para todos los demás. Gracias también a ella pude conseguir dinero para comprar y remodelar una casa, amueblarla y decorarla, y hacer una fiesta para conocer a mis nuevos vecinos.

Fue en esa costosa fiesta que conocí a Norma (¿O era Claudia?), una vecina muy simpática que al parecer estaba muy contenta de que yo hubiera llegado al barrio. En ese momento, lamentablemente, tuvimos que dejar el juego. Era hora de salir a cenar. Pero la gracia del programita es que, una vez echado a andar el pueblo, la vida no se detiene. Cada vez que A enciende su computadora, el tiempo ha pasado y ha dejado sus efectos sobre cada uno de los pobladores. Ella y sus invitados pueden seguir haciendo cumplir sus caprichos sobre sus creaciones, como verdaderos dioses olímpicos, y luego olvidarse de ellos y encargar la continuación de su insignificante destino a las masas de unos y ceros esclavizadas en el interior de aquella caja de plástico y circuitos.

Así, pocos meses después de mi visita, el habitante por mí co-creado, (olvidé su nombre) y la simpática vecina por fin hicieron migas. Pero el hijo del que se me informaba en el mensaje no es de ella. Muy generosamente, mi habitante recibió un niño en adopción (supongo que el trabajo no le dejaba a Norma el tiempo de tener un hijo), que es quien se llama Pedro y es ya adolescente.

Recuerdo haber salido de casa de mis amigos preguntándome si, en caso de que tal juego hubiera existido cuando yo era chico, yo hubiera disfrutado tanto como A el crear meticulosamente pequeños seres que se parecen mucho a nosotros mismos. Ahora me digo que, en realidad, no se aleja mucho de lo que ahora intento hacer cada vez que me siento frente mi computadora. Solo que la versión de mi software es bastante más antigua. Y del hardware mejor in hablar.

16.11.05


Hoy me desperté temprano, a pesar de la intensa jornada de ayer. La última cerveza se había quedado dormida en la entrada de mi garganta, y se desperezó con un amargo estirón recordatorio. En esas condiciones preferí bañarme antes de correr a abrazarme a una tazota de café caliente. Entre estas dos acciones, en el momento de meter la mano aún somnolienta en mi ropero, me topé con lo que el día anterior había ya previsto. No me quedaban calzones limpios.
Recordé. Hace cosa de una semana Harmodio me hizo una gentil visita. Su bicicleta se había ponchado cerca de mi casa y la trajo para repararla mientras tomábamos un café y discutíamos. Luego de armarnos de valor nos pusimos manos a la obra. A los pocos segundos, mientras trataba de sacar un dedo atrapado entre el mecanismo grasoso de la bici, mi lavadora, que trabajaba en el cuarto contiguo, dejó de funcionar mientras un olor a plástico quemado nos envolvía. Le saqué dieciocho tornillos y cuatro planchas metálicas hasta que, entre mangueras, cables, más tornillos y más mangueras, descubrí que no podría repararla.
Poco más tarde, preparándonos para salir en bicicleta (la de mi convidado había quedado impecable), a la mía se le reventó un freno. Si bien Harmodio es bueno para acompañar desastradencias, sobre todo de orden doméstico, también se rifa reparando frenos de bicicleta. Mientras yo me disculpaba por tejéfono con la pareja de amigos que nos esperaban bajo el frío a causa de nuestro retraso, el ducho convidado resolvió el problema y pudimos por fin partir. La solución, sin embargo, se declararía poco más que provisional unos días después, bajo la lluvia y no muy lejos de la parrilla frontal de un autobús de la RATP.
Pero hay desastradencias más sutiles, más finas si se quiere, pues son menos violentas y mucho más discretas. Llevadas a cabo con tan buena factura, uno puede incluso pasar por alto su verdadera proveniencia y enfrentarse así a una obra completa e independiente. Una creación autosuficiente en la que la mano del autor es invisible, aún cuando la ha concebido de principio a fin. ¿Qué otra cosa es, si no, la inesperada confirmación de que a uno no le quedan más calzones limpios, en una mañana de cruda mal dormida, y encontrar luego entre el desconcierto que la causa es el desperfecto que una semana antes sufrió la lavadora de su casa, bajo la influencia de un extraño talento desastroso? Esto, señores, es maestría.
Por suerte para mí, el talento de Harmodio no se detiene ahí. Tal vez más desastrosa aún a final de cuentas, pero mucho más enriquecedora, es su efervecente influencia en cuestiones literarias. Y como no me gusta hablar de más, me limito a redirigir hacia el sitio en que su palabra se elogia por sí misma. Pero antes, un adelanto:

"Mi vecino de enfrente, el que me prestó el martillo, sufrió una operación importante hace dos meses. Convaleciente, casi no salía. La semana pasada, una morena de Poissonniers vino a armarle un escándalo frente a su casa porque, supuestamente, mi vecino había olvidado pagarle una mamada. Como mi vecino ya peina canas y tiene un Volkswagen y una casa de dos pisos, su verdad prevaleció: la puta estaba loca. Pero ayer, en horas de oficina, me lo encontré rondando la Porte de Poissonniers, la frente enfundada en una gorra y en los ojos la expresión de quien se sabe carne de hospital o de quien decide inmolar su última salud al calor de velas diurnas." www.malversando.com

12.11.05

Pancho Sanza


Es tal vez la primera vez que veo una fiesta convertirse en espontáneo concierto sin que aquello se convierta en un infierno acústico. En la pared de la puerta de entrada había varios instrumentos musicales colgados. Una guitarra en mal estado, un palo de lluvia, una especie de violín africano con cuatro cuerdas durísimas, y después algunos instrumentos que nunca había visto en mi vida. Sólo eso basta para salvarme una noche, sobre todo si afuera hace 4 grados. Pero había más sorpresas. En un momento de la noche, el desatinado DJ dejó paso a un par de invitados que comenzaron a tocar dos instrumentos africanos (sanzas), de Zimbawe para ser precisos (aunque esto lo supe más tarde), y que pertenecían a la misma clase de instrumentos desconocidos que colgaban de la pared. Estos consistían en un juego de lenguas metálicas de diferente tamaño, sujetas por un extremo a un centro aglutinador, que producen un particular sonido cuando el músico las hace vibrar con los pulgares de ambas manos. Todo esto está adherido al fondo de una caja de madera con forma de prisma circular, la cual es sostenida por el resto de los dedos gracias a una saliente hecha en la madera con este fin. El resultado es un sonido metálico, brillante pero dulce, pues se acciona con la piel de la yema de los dedos. La armonía es muy básica y el ritmo hecho con la repetición de patrones en los que se combinan compases diferentes. Las dos sanzas eran de diferente tamaño pero afinadas en la misma tonalidad. Sobre esto, poco a poco comenzaron a surgir percusiones y pequeños silbatos, también inéditos para mí, que enriquecían aquella base rítmica.
Nunca pensé que la música tradicional africana pudiera ser tan apacible. La dulzura del sonido y la respiración cíclica recordaban el aire de la música celta. Pensé también en algunas músicas contemporáneas, minimalistas y electrónicas, hechas sobre combinaciones de compases distintos. Yo estaba fascinado, pero pronto me di cuenta de que no era el único. El efecto de aquella música y la actitud de los ejecutantes permitieron la extraña improvisación de que hablaba arriba. Uno de los músicos comenzó a tomar instrumentos de la pared y de no sé dónde más. Con toda tranquilidad miraba a su alrededor y, sin dejar de tocar un pequeño silbato que había fijado entre el cuello de su camisa, asignaba el instrumento, por lo general una percusión, a uno de los presentes. Si veía que éste tenía problemas para adaptarse al conjunto, le mostraba un ritmo sencillo y le ayudaba a integrarse. Hizo lo mismo con media docena de personas, y de esa manera logró crear una verdadera improvisación con gente que, atrapada por la música, se entregaba alegremente a la tarea de mantenerla viva. Y esto sin que aquello degenerara en espantosa imitación de batucada, que es lo que en general sucede cuando un grupo de personas, luego de haber bebido y bailado durante varias horas, encuentra un arsenal de percusiones y tambores africanos.
La música terminó alrededor de las tres de la mañana. Luego salimos todos juntos a buscar la forma de volver a nuestras casas (el sitio estaba lejos de casi todo), y caminamos bajo el frío cobijados por la resonancia de aquellas lenguas de metal. Como un verdadero flautista de Amelín, el músico de la sanza más grande (más tarde me divertí bautizándolo Pancho Sanza), incapaz de dejar de tocar, se convirtió en un verdadero fuego que nos abrigó a todos en esa pequeña caminata por las calles de Ivry sur Seine.

9.11.05

Turcas, bohemias, argentinas

Mientras disfrutaba una sorpresiva Pilsner turca, remojando el cansancio frente a harisas, donners y escritoras, recibí una llamada en argentino. Desde Bs As, un periodista me pedía una colaboración en directo para el noticiero de medianoche de la televisora para la que trabajaba. Del Canal 9 sabía tan poco como de la Pilsner de Turquía. En un viaje a Bohemia aprendí que esa es la tierra original de la famosa cerveza, cuyo proceso de fabricación particular le da un gusto inigualable. La ingestión de Pilsners se convirtió durante ese viaje, de manera inesperada, en una de las actividades principales. La Pilsner bohemia tiene un sabor medianamente fuerte, un hermoso color cobrizo, una consistencia fresca y sedosa que siempre sorprende al paladar.

La sorpresa no me impidió, sin embargo, aceptar la propuesta de mi amable interlocutor, aún cuando éste me precisó que me llamaría de nuevo cinco minutos antes de las cuatro de la mañana, en mi horario. La causa del interés: los disturbios en los suburbios franceses y, como más tarde lo sabría, el toque de queda instaurado en algunas de sus ciudades.

Aún cuando el sabor de la turca Pilsner no se acercaba siquiera al original bohemio, su efecto fue dulce y confortante. Luego de revisar las últimas noticias, caí en un profundo sueño que terminó bruscamente a las cuatro menos un minuto. Una mujer argentina se apresuraba del otro lado de línea. Tenía un minuto para ser amable conmigo, responder a mis preguntas, dar instrucciones a al menos dos técnicos y otro telefonista, arrancar el noticiero de media noche. Por fin me dejó en espera. Ignoro si en Argentina se fabrica cerveza Pilsner. Sé que beben mucha Quilmes. ¿A qué sabrá la Quilmes?

Buenas noches, me dice la conductora del noticiero. Su voz es dulce, profesional. Con voz aún adormilada, pero con el pulso alterado por el salto transoceánico y transhemisférico, devuelvo el saludo como puedo. Mi participación dura apenas un minuto y medio. Luego se despiden de mi la conductora y la productora, de nuevo amablemente. De vuelta en mi cama, peno para reconciliar el sueño. Media hora más tarde imagino a los colegas en Bs As, saliendo del trabajo a las cero horas treinta de una primavera generosa. Alguien propone tal vez tomar una cerveza antes de ir a dormir. Con los ojos abiertos mirando la luz de la ciudad en mi ventana, escucho las sirenas lejanas, las motocicletas sospechosas. Me pregunto con nostalgia si el sabor de la Quilmes es suave y arrullador como el de la Pilsner turca.

7.11.05

Parodiando al parodonto


Utilizar un cepillo de cerdas suaves y cabeza concentrada. Colocar las puntas de las cerdas en posición de 45° contra la base de las piezas y cepillar hacia el extremo de éstas repeditamente. Repetir la operación cuantas veces sea posible. Aplicarse a ella durante tanto tiempo como sea posible. Habrá de uitlizarse una pasta especial que le costará cuatro veces más cara que la habitual pero que tal vez evitará que se le despueble el parodonto.
Razones para cuidarse el susodicho: si no lo hace usted, se le castigará severamente por faltas a las buenas costumbres en el fino arte de la degradación física.
Penalización: costos sobrehumanos por servicios infrahumanos.
Bonus: ningun seguro contra daños al parodonto está disponible en el mercado*

* Por mercado se entiende tanto las pulgas de Clignancourt y la Merced como el Nasdac o Ebay.

4.11.05

Todo es leña para el fuego político.




Francia tiene, hoy más que nunca, miedo de dejar de ser la Francia que dejó de ser hace ya muchos años. Sarkozy llega y se hace su fogatita. Promete a diestra y siniestra que él tiene lo único que hace falta para hacer que ese pasado que se cree aún presente, ese presente-pasado (¿presado?) no se les vaya de las manos. ¿Qué cosa? La voluntad de decir la verdad: todos esos extranjeros e hijos de la inmigración, inadaptables y fracasados, deben aclimatarse o... y actuar en consecuencia. ¡Claro! Cómo no lo habíamos pensado antes.
Y hete aquí que todos aquellos que se sintieron aludidos, ¿cómo llamarlos?, ah sí, también franceses, se enojan y hacen a su vez su fogatita. Casi 500 automóviles y unos cuantos contenedores de basura incendiados en una semana.
Como la cosa no está para dejarse impresionar, todo mundo en el gobierno hace tambien su fogatita. Con tanto fuego alrededor, sólo basta con juntar una brasita y echársela a lo primero que se ponga enfrente.
Total, el invierno se acerca y hay que calentar a los viejitos, que luego nos los dejan solos, y se pueden resfriar. Un poco de solidaridad, carajo.

2.11.05

Día de muertos en mi ventana

Ayni nos regañó anoche porque no habíamos puesto nuestra ofrenda de día de muertos. Optimista como siempre, nos dijo que aún podíamos hacerlo. Sí, dijo la rubia, nos quedan quince minutos. A la media noche salieron todos en dirección a un bar. Cuando estuve solo me asomé a la ventana. Afuera caía una lluvia ligera. Como un conjuro o un hechizo, terrorífico por inexplicable y asqueroso, una mancha de pasta putrefacta con gusanos retorciéndose se aferraba a la piedra del reborde de la ventana, justo en el lugar donde días antes la mancha de pintura roja había amenazado una vez más nuestra sana convivencia con nuestros vecinos. El cuadro y el olor eran a tal grado impactantes, que aún no logro desalojar del todo la idea de que se trata de una especie de venganza por parte de algún vecino.

Nunca he colocado una ofrenda de muertos por voluntad propia. Sólo lo hice en la escuela primaria, a invitación de las maestras. No fue una mala experiencia, pero fuera del regazo mexicanizante de la SEP y sus programas, en la tierra en donde nací aquellos ritos no han echado muchas raíces. En ese ancho valle hay lugar para muchas raíces, pero poco profundas: tomates, hortalizas, etc. Pero no considero que este alejamiento de las costumbres ancestrales consista en una grave ofensa. Desde Aztlán, lugar que nos regocijamos en ocasiones en pensar que podría haberse ubicado en nuestras tierras, nuestros luego poderosos y célebres ancestros nunca volvieron a casa.

Me gustaría pensar que aquel escupitajo infernal nos cayó, más que desde el departamento de arriba, de algún lugar en un cielo prehispánico, superviviente aún a los holocaustos y a la economía de mercado, enojado por nuestro olvido. Pero este mundo funciona, al menos hoy en día, de manera muy previsible, y la economía de mercado, como los buenos, siempre gana. Después de todo la escena sobre el reborde de la ventana es más horrorífica que mística, sin contar con un dato que en cualquier película daría la clave inequívoca del misterio: apareció el 31 de octubre, día de brujas. El imperialismo cultural actúa por imposición y por desplazamiento, no sólo territorial y mediático, sino incluso en el calendario.