21.12.06

Debo ser uno de los blogueros, si soy uno, que más insultos y amenazas recibe de parte de sus lectores. En mis diatribas inútiles sobre la función que debía cumplir esta bitácora, jamás consideré este escenario como una posibilidad. Pero sin duda es consecuencia de una de las pocas decisiones que llegué a tomar respecto a tayoc: el blog sería lo que tenía que ser, sin restricciones ni forcejeos, según el ánimo de quien escribe y quienes comentan. Así que confiaré en que todo es parte de una evolución constructiva, y que no será necesario emprender ningún tipo de represalia o acto autodestructivo.


AT se suscribió a la revista Nexos, que ofrecía en promoción, a elegir, una novela de Rubem Fonseca o de Luis Spota. Le recomendé que pidiera cualquiera de Fonseca. Un día después me envió un correo en el que decía que alguien en Nexos le escribió agradeciendo su suscripción, y sintió mucho informarle que no tenía en existencia libros de ninguno de los dos autores ofrecidos en la promoción. A cambio le ofreció que escogiese "el título de su preferencia" entre las siguientes opciones: Las rosas eran de otro modo de José Joaquín Blanco y El corazón prestado de Víctor Manuel Mendiola. Le contesté que no he leido a ninguno de los dos, pero que desconfío de cualquier autor que incluya la palabra rosa en el título de su obra (lo hice en su momento del mismo Eco). Hoy me llegó la excelente respuesta: una copia del correo enviado directamente a la persona concernida en Nexos:

Sta L.
Quiero el que no tiene rosas en el título.
Gracias

Por cierto, Miguel presentó en Culiacán, Mazatlán y Los Mochis su libro "Los caimanes". Las presentaciones fueron exitosas, en especial la de Culiacán, en la que sus amigos y familiares abarrotaron el salón audiovisual de la biblioteca Gilberto Owen y se arrebataron de las manos los insuficientes ejemplares de la publicación. Miguel está muy agradecido y a la vez emocionado. Tanto que se negó a escribir una entrada en este espacio que, se lo he dicho cientos de veces, es también suyo. Les envío un saludo de su parte aunque él no me lo haya pedido, pues sé que esa es su voluntad.

6.12.06

Despertar en el DF

Volver es como despertarse tarde. Conviven en el estado de ánimo la desazón ante el brusco cambio de realidad, y la seguridad poco a poco reafirmada de que nos encontramos ante una certeza incuestionable y conocida: el mundo real, el mundo de los vivos y los despiertos. El mundo que vuelve a estar ahí siempre que perdemos cada una de esas otras realidades, tan grandes y verdaderas como la original, pero que se diferencian de ésta en que no son periódicas. Si todas las noches soñáramos el mismo sueño, ¿qué lo distinguiría del mundo real? Nada.

Por eso volver y despertar es casi lo mismo. Uno vuelve siempre al mismo sitio, pero se va a lugares diferentes. Y al volver abre uno los ojos a una habitación de paredes y muebles reconocibles desde siempre. El cambio puede ser violento, decepcionante o aliviador, pero siempre el marco de la puerta, la luz que se filtra por la cortina, el ruido en las calles y el olor del aire terminan por convencernos de que éste, y no el otro, es el repetido mundo de los despiertos.

Algo reaparece siempre desfasado, sin embargo. En el transcurso del viaje-sueño hay lugar para minúsculos cambios, y el despertar suele ir acompañado de pequeñas sorpresas. Junto al reconocimiento del orden afirmado, vienen esos oyos negros que son las viejas noticias conocidas por todos, menos por uno. Volver es como despertarse tarde. En la modorra donde usualmente se dan voces mañaneras, huele a café recién hecho, o se escuchan las regaderas de los vecinos, puede reinar el silencio o la luz extraña de una hora inusual.

Sales de la cama, te asomas a las habitaciones, a la calle, a la luz del día que en lugar de nacer muere. Escuchas a lo lejos, entre los ecos de la ciudad, la vida cotidiana que se escapa, se te escurre burlona. Te preguntas si el sueño de que despiertas duró doce horas o tres días. ¿Meses? ¿Años? El mundo está ahí pero, ¿dónde están todos? Un sombra se convierte poco a poco en un rostro definitorio, y sabes entonces que el sueño fue largo e intenso, pero que ahora, al menos por esta vez, has vuelto.

Volví.

10.11.06

No pude evitarlo y me tomé la libertad de copiar un memorable comentario anónimo, publicado hace unos días en este sitio, para hacerlo aparecer como una entrada en sí misma:

"Lo más triste fue devolverle su taza"

"En mi casa (cuarto) sólo tenía una y durante dos meses nos la turnamos. Un día de invierno llegué con un regalito, una taza azul; así lo hice propietario de una taza y de un lugarcito en mi despensa. Pasó el tiempo y llegamos a tener hasta tres despensas y tres piezas.
Cuando él fue a buscar sus petenencias, le dejé todas sus cosas envueltas con cuidado en un cartón (entre ellas un computador, una cadenita, sus pantalones, sus camisas...); metí todo, hasta los lápices que nunca utilizo, menos la tacita azul. Le hubiese dado una vajilla entera menos la taza.
Él no dejó de remarcarlo y me la reclamó. Yo le dije la verdad: que se había roto."

4.11.06

Al poco tiempo acompañé a Miguel de vuelta al viejo edificio de piedra. Fuimos a escuchar la lectura del testamento del último suicida. Más crudos que circunspectos, los presentes no esperaban grandes sorpresas. Sin embargo hubo algunas. De la gran fortuna que el ahora occiso logró amasar en bonos de la ilusión universal, los herederos no verían ni un solo cinco. De hecho, dijo el administrador del difunto, tal fortuna había sido adquirida gracias a sucios manejos de las ganancias del suicida, y existía más en el papel que en la realidad. Fue un duro golpe para los supuestos beneficiarios de la herencia, quienes esperaban poder guardar al menos un poco de la tan comentada fortuna. Pero no era todo. El mismo administrador destapó en seguida la existencia, largamente ocultada, de pasivos enormes en letras de hábito y costumbre, sentimiento de pertenencia y hogar, así como de dependencia físico-espacial, que se repartieron por igual entre ambos herederos aún cuando no faltaron los reclamos. La peor parte estaba reservada para el final. Luego de la decepcionante repartición de bienes, que se revelaron más bien magros, vino la cláusula de despojo de ese último recurso de los dolientes: los buenos recuerdos. Mediante una fórmula inmediata e infalible, los haberes de memorias felices, que ya se contaban como intocables en las cuentas personales de los herederos, fueron trocados en dudas y sospechas, en irresolubles mezclas de sórdidas evocaciones que nadie, o al menos ninguno de nosotros, habíamos sospechado. Era la cláusula de la verdad desnuda, y su aplicación tuvo carácter de irrevocable. Al salir del edificio, y mientras miraba el punto en que el difunto había dejado los dientes, Miguel dijo con voz serena y apagada: “hijo de su p…, loco!”

2.11.06

Día de muertos

Poco después de la muerte del vecino del sexto piso*, el vecindario fue testigo de una nueva defenestración. Un mediodía ordinario, callado de cotidianeidad, en calzones y oloroso a pasta en cocción, el amor abrió la ventana y se arrojó de cabeza sobre el pavimento. No previno a nadie, no gritó al caer. Nadie supo si el miedo lo invadió antes del impacto. Se hizo pedazos ante todos, dejando ver su forma desnuda y vulnerable. Su cuerpo, escurridizo en vida, fue sobre la mugre de la realidad un despojo como otros tantos. Los vecinos comentaban, rodeando el cadáver aún fresco, que se le había visto taciturno y feo, rondando con paso lento el edificio antes de volver a casa. Algunos creyeron ver en la expresión de su rostro un alivio infinito. Otros leyeron su propia desgracia y lloraron desconsolados, sin atreverse a tocar aquellos brazos extendidos sobre el suelo, las palmas abiertas hacia abajo, como queriendo abrazar al mundo. Ellos (¿Sus progenitores? ¿Sus autores? ¿Sus damnificados?), en mínimo cortejo fúnebre, llevaron sus restos hasta el cementerio más poblado. Recorrieron con calma el mar de tumbas hasta encontrar un montículo cubierto de hojas, un espacio libre entre los muertos. Ahí se postraron, limpiaron de ramas y frutos secos la tierra amarillenta. Sobre ella dibujaron una cruz, y junto a ésta escribieron sus iniciales. Adornaron la cripta con racimos de hongos color miel. Entonces la historia se detuvo, se dio media vuelta y emprendió el camino de regreso, silenciosa bajo el viento y la lluvia amarilla del otoño. Ellos lloraron, pero sus lágrimas corrieron hacia adentro. La última mirada que se dirigieron, al despedirse por última vez en la salida del panteón, tenía la nostalgia de un mar pequeño y atormentado, preso e intranquilo para siempre.

* Ver Réquiem aquí debajo

10.10.06

Muchacho Satánico

Se ha hecho justicia (¿divina?) y ahora podemos ver el video del Muchácho Satánico, de Mario*. Enhorabuena!

(¿Para cuándo el de Soy electrónico?)

9.10.06

Réquiem

Mientras yo decidía que comería pasta a la boloñesa, y me preparaba para salir al mercado a comprar carne molida, un joven vecino de mi edificio tomó otra decisión: el tiempo vivido hasta ahora le era suficiente para darse cuenta de que esta vida no merece la paciencia que exige. Se encontraba en calzones y chamarra de mezclilla, y por su ventana del sexto piso entraba un sol radiante mezclado al ruido de la calle. El mismo ruido que me llegaba a los oídos mientras me disponía a cerrar la puerta de mi departamento, entre despistado y dormido, casi sin prestar atención al extraño golpe, seco y frío, que subió seguido de un lento silencio hasta mi quinto piso. Mientras bajaba las escaleras me fui convenciendo de que afuera algo luminoso y terrible me esperaba. Cuando estuve en la acera miré en dirección al mercado. Una muchedumbre reunida en torno al café de la esquina me impedía verlo. La gente se apretaba contra sí misma en un mutismo desconcertante, levantaban y volvían a bajar los rostros maquinalmente, como nulificados a la vez por un botón supremo. Antes que yo llegó a la esquina un camión de paramédicos. El botón supremo operó un retiro conjunto hacia cualquiera de las otras tres esquinas. Entonces lo vi, fresco y joven y pequeño, con expresión tranquila y postura descansada. El vecino estaba extendido junto a una de las mesas de la terraza, en donde cayó luego de rebotar contra el toldo colorado del café. Su rostro blanco, su piel suave, parecían aliviados bajo la frescura del mediodía otoñal, refulgían entre el calzón oscuro y los calcetines negros. Uno de los paramédicos sostenía la chaqueta de mezclilla. Una señora apretaba contra su vientre el rostro descompuesto de un joven que sollozaba sobre la única silla que permanecía ocupada en el lugar. Un barrendero africano dijo que lo vio saltar desde su sexto piso, de manera por demás inexplicable porque, ¿qué puede causar tanto mal a un joven europeo y blanco que todo lo tiene? Un adulto pálido y encorbatado, que tal vez recordaba con pánico a su propio hijo, lo reprendió y se alejó disgustado, mientras más paramédicos intentaban reanimar al vecino caído. La espera era inútil. Entré al mercado y, sin atreverme a cuestionar mi programa, compré carne molida en descuento y salsa de tomate. Cuando salí, el sol brillaba aún con más fuerza sobre la multitud que comenzaba a dispersarse; dejaba caer con violencia o tal vez rencor su cobriza luz de octubre sobre una manta blanca al pie del café. Su fulgor complicaba distinguir a primera vista el fragmento de calcetín que aún asomaba, el pequeño hilo de sangre encandilado que corría hacia la alcantarilla.

2.10.06

Siempre da gusto toparse con buenas ideas. Y si son divertidas, aún mejor. ¿Cómo llamar la atención de Zapatero cuando no se le conoce?: robándole su escaño en el congreso. Miren este video.

21.9.06

Afirma el profesor Sykes que británicos e irlandeses descienden de españoles. Ibéricos pescadores que hace cosa de seis mil años cruzaron el canal de la Mancha y, haciendo escala en la cultura celta, dieron origen no sólo al pueblo escocés, como hasta ahora se pensaba, sino al irlandés y al inglés. Afirma. No sé cómo vayan a recibir los ingleses esta precisión que se refiere, más que a la historia cultural, a la historia genética. Ese nombre que hoy alcanza la talla de un gigante incuestionable, imponente, impredecible. La genética. El profesor Sykes pretende que la mayoría de los británicos tiene un ADN casi idéntico al de los habitantes de la costa norte española de hace seis mil años. Más que de pueblos de origen misterioso y llegados a Inglaterra desde algún punto de Europa central, los británicos descienden pues de los españoles. Es un hecho científico. Pretende. Pero no le queda más que aceptar que, culturalmente, la versión de que los escoceses pertenecen a otra raza sigue sosteniéndose. Aunque no explica por qué exactamente. Sykes elimina muchas etapas y hace una conclusión que simplifica mucho, pero vende más. ¿Cómo contradecirlo si lo ha demostrado genética y estadísticamente? La genética hoy es aún incuestionable, sobre todo porque no sabemos de lo que es capaz. Carajo, tal vez llegue a evidenciar que no somos sino una mala combinación de genes, defectuosa y anacrónica, a la que no le quede sino hacerse a un lado para ceder el lugar a toda una serie de razas cada vez mejores. Las generaciones de modelos diseñados por computadora o genios cada vez más artificiales se sucederán como los teléfonos celulares, como iPods o como misiles teledirigidos. Pero nos queda la aclaración. Esa aclaración que es el reconocimiento en letra chica de lo que la genética puede en realidad contra la inercia, la costumbre, la anquilosa manía de ser humano. La cultura, pues. Nos queda el reconocimiento al margen de que pasaporte mata ADN. Discurso mata método. Insinúa. Sykes es un científico ultramoderno, y algo más. Capaz, sabio, mediático... y literario.

15.9.06

Josefina tiene en su casa un grillo. Un bicho verde y creciente que se come su ropa y los adornos hechos en tela. Su pasatiempo favorito mientras digiere los pedazos de artesanía, es parase en medio del techo, contemplando hacia abajo el rostro de su coinquilina que lo mira, lo maldice y fuma un cigarrillo. El puto grillo es mudo, se queja Josefina. No canta. Sólo se come mi ropa. Y además debe ser mutante, porque el humo del tabaco no lo mata. Hasta antes de que el grillo se instalara en su departamento, Josefina afirmaba que el hombre es el único animal que soporta el humo del cigarrillo. Nunca se han visto ratas en casa de un fumador, aseguraba. Aunque aclaro que un fumador es alguien que consume tres cajetillas diarias desde hace cuarenta y cinco años, como ella. Pero este grillo no sólo no se muere, sino que vive y sigue creciendo a costa de todo lo hecho en tela; enmudece colgado a mitad del techo, como quien se tira sobre la blanca arena de una playa desierta a disfrutar la penumbra del salón de Josefina. ¿Pero desde cuándo vive ese grillo en tu casa? Cuatro meses, contesta, y su expresión dice que ya conoce la reflexión que se prepara. Al grillo no debería quedarle mucho tiempo de vida, pero si sigue creciendo de esa manera deberá tomar muy en serio una página de Internet, donde se anuncia que en no recuerdo qué valle los grillos del lugar, grandes y coloridos, se venden en hasta 10 dólares. Son dos cajetillas de cigarrillos en esta ciudad, dice ella mientras mira hacia el horizonte. Luego olvida el asunto y se pone a fumar, esperando que el grillo cabrón se muera o por lo menos cante. Yo la observo y me doy cuenta de que, yo también, tengo en mi casa un grillo.

18.6.06

Mañanitas para McCartney

Paul McCartney cumple hoy 64 años. Le trajimos una canción para animarlo ahora que se divorció por segunda vez.

"Will you still need me, will you still feed me, when I have £800 millions?"


* Traducción para poetas no invitados al mundial: "¿Me necesitarás aún, me alimentarás aún, cuando tenga £800 millones?"

17.6.06

Algo sobre mí (1)

Nací en México, en una ciudad del noroeste llamada Culiacán, nombre que proviene del náhuatl Colhuacan. Según algunas versiones, Colhuacan significa “lugar donde se tuercen los caminos”, o “donde se cruzan los ríos”, y era el nombre del grupo de viviendas que los españoles encontraron al llegar a ese vértice fluvial, en el año 1531. Mi infancia transcurrió entre un apacible hogar progresista y una ciudad sitiada por calores irracionales y el voluntarismo de un pueblo con mucho espacio y pocas salidas. Cuando alcancé la adolescencia comenzó lo que sería una continua cadena de cambios, más o menos bruscos, desencadenados invariablemente por la seducción de un arte o una mujer (conforme avanza el tiempo más me convenzo de que ambos son dos expresiones de una misma entidad). El primero fue el rocanrol. Enloquecido por la omnipotencia de la amplificación y por el eterno verano, repetí el rito churpio* de echarme la guitarra al hombro y salir de mi tierra en busca de nunca se supo qué. Sobre el cristal de la ventanilla del autobús que me sacaba definitivamente de mi terruño, vi en la imagen duplicada de una estrella de singular fulgor el signo inequívoco de un destino que aún no logro descifrar. Dicha imagen no me quita el sueño, pero me inquieta el dejar de sentir la vibración del motor en marcha, el dejar de ver el paisaje que cambia y se queda de lado; el dejar de adivinar allá arriba, a pesar del tiempo y la distancia, aquel punto inamovible cuya quietud faculta todo movimiento.

* Churpio: visto ya muchas veces.

16.6.06

No recuerdo el tema, pero la charla con D era agradable y fluida. Estábamos de pie en el interior de la última pieza. En eso E, amiga de D, se acercó y, mirando a su amiga con ojos chispeantes, dijo:

- Vine desde la cocina y no socialicé con nadie en el camino.

D llegó esta noche acompañada de E y de otro amigo, R, a quienes no había visto nunca. Me pareció que E no articulaba muy bien, pero en cambio sostenía con firmeza el vaso de vino en su mano. No comprendí bien el sentido de aquella declaración. El camino desde la cocina, que incluía el paso por dos piezas llenas de gente burbujeante y parlanchina, debía ofrecer no pocas oportunidades de socializar. Si eso era lo que E estaba en realidad buscando.

- ¿Por qué no socializaste? – preguntó D sonriendo.

- Pues no sé, yo sólo caminé y cuando llegué aquí me di cuenta de que no socialicé con nadie.

Seguía utilizando el verbo socializar. Pensé que se trataba de alguna instrucción repetida por su psicoanalista. Como detrás de la leve mueca de molestia creí ver que ella también sonreía, le dije, cuidándome de sonreír a mi vez:

- Pues muy mal. Vuelve a la cocina y hazlo de nuevo.

E giró sobre sus talones y desapareció entre la gente, rumbo a la cocina.

Volteé a ver a D, que reía de muy buena gana. Aunque estaba algo sorprendido, preferí no hacer comentarios al respecto, y la charla con D siguió su rumbo despejado durante algunos minutos. Al poco tiempo, E apareció de nuevo frente a nosotros:

- Lo hice otra vez.

-¿Qué cosa? – preguntó D.

- No socialicé – respondió E esta vez sin expresión en el rostro.

D soltó una nueva carcajada.

- No te preocupes – dijo al final. – La tercera es la vencida.

E me miró con sus ojos ya un poco cansados, giró sobre sí misma y volvió a desaparecer entre la gente. No volví a verla hasta bastante más tarde, cuando la vi hablando de algo que D y ella habían hecho juntas, y que al parecer la persona que la escuchaba no lograba comprender. Al final, cuando me acerqué para despedirme de los presentes, la vi de pie, junto a la mesa de los vinos y de la música, sonriente y despreocupada. D reía a pocos pasos de ella. Antes de dejar la habitación le dirigí una última mirada. E me siguió con la vista, observándome fijamente como a si fuera yo alguien muy extraño.

14.6.06

La policía de Ciudad Nezahualcóyotl (Estado de México) tiene un taller de lectura de novela negra. A los agentes se les recomiendan lecturas, y con cierta regularidad se organiza una reuniónpara intercambiar opiniones sobre los textos leídos. Me parece una muy buena idea, aunque no creo que el ejercicio vaya a cumplir con los objetivos que lo originaron. Al parecer quienes lo idearon esperan que los agentes, al leer cómo se han resuelto algunos casos policíacos famosos, aprenderán a hacer mejor su trabajo. En todo caso parece atractiva la idea de que un policía me deje tranquilo si me paso un alto porque está bien picado con la novela sobre el Goyo Cárdenas. Aunque también cabría la posibilidad de que crea ver asesinos seriales en cada peatón que no cruza la calle en las esquinas. Aún así, la lectura no puede venirle mal a nadie. Sólo falta que otras instituciones tomen el ejemplo y que, digamos, la iglesia aconseje a los recién casados su dosis de literatura erótica, o que a los hippies se les obsequie en cada playa o plaza pública su dotación de literatura existencialista. No faltaba más. Los de Lee o te madreo apoyarían sin duda la moción.
En la visita que nos hizo ayer, Guadalupe Nettel nos contó una historia. Una araña y un ciempiés se encuentran. La araña, sorprendida al ver tantos pies, pregunta: "¿pero cómo haces para caminar con tal cantidad de patas? Yo sólo tengo ocho y apenas puedo coordinar mi marcha". El ciempiés reflexiona un poco, y se encoge de hombros - por cierto, ¿cuántos hombros tiene un ciempiés? -. La araña se va finalmente, y deja a su compañero pensando en la pregunta. Cuando por fin el ciempiés decide retomar su camino, la conciencia de todas sus patas le cae encima de golpe y le impide avanzar un sólo centímetro. Nettel nos contó que algo parecido le sucede al intentar escribir un texto preconcebido por entero. Le hace falta dejar correr la pluma, olvidarse un poco de que está escribiendo. No tomárselo tan en serio. El símil con el ciempiés no es tal vez casual, si tomamos en cuenta que a Nettel le tomó ocho años terminar su novela "El huesped". Novela que, de creer a Martín Solares, los marcianos encontraron entre las ruinas de un mundo postapocalíptico, sin saber si se trataba de una cajita musical, una casa miniatura o un reloj de cenizas. Nunca supimos qué marciano le está filtrando información a Martín, pero no nos importó mucho, porque estábamos muy contentos celebrando que por fín, luego de tanta ausencia, volvió por estas tierras. ¡Bienvenido Martín!

12.6.06

Una pausa

Ojos abiertos. Oídos sellados. Biblioteca con audífonos. Adentro San Tropez y su ritmo de viaje en convertible. Canción número cuatro. Meddle. Afuera libros. Tantos libros. Frente a mí uno en particular. Plenty of Furniture. Qué significa Chippendale. Además de un garito donde bailan hombres en tanga. “I think it’s perhaps the best room I’ve ever seen”. Página 259. Pinche Dylan Thomas. Frente a mí hay un tipo con una camiseta color rosa. Una talla más chica de la correspondiente. Sobre el pecho tiene una imagen de superman. La imagen se ve algo descolorida, como si la hubiera lavado ya muchas veces. Sin embargo estoy seguro que el tipo la compró hace unos días y pagó por ella unos quince euros. Qué poco glamur tiene el euro. Toda la tradición del marco, el franco, la lira y la peseta. Todo ese valor literario por la borda. El euro es tan poético como un teléfono celular de tercera generación. La poética de la utilidad. Digamos mejor que costó doscientos pesos. O veinte dólares. Redondeando. Ese rosa suave y parejo debió costar al menos eso. Dylan Thomas. “Do you sleep here? Up there. It’s nearly twelve foot high.” Quince euros son casi veinte dólares. Meddle. Apenas seis canciones y cuánta brujería. En cambio la güera a la izquierda. Como a las diez menos cuarto. Ese top blanco y delgado. ¿Diez euros? Hay una corriente que me enfría los pies. Dylan Thomas. Pura brujería. Ahora un perro canta un blues. A mi izquierda un par de lentes con rostro pálido se pierden tras una decena de libros sobre arte italiano. Más allá alguien mantiene un libro entre sus manos mientras ve el mundial en su computadora portátil. Junto a él una antenita erecta señala su excitación. Dylan Thomas. “Are you shure you don’t love her? Of course I’m shure”.

2.6.06

Últimamente

He estado intentando escribir en una lengua que no es mi lengua materna. ¿Alguna vez ha hecho la prueba? Es horrible. Nada funciona. El efecto se parece a la incapacidad de articulación que llega con la embriaguez absoluta, con la diferencia de que se tiene perfecta conciencia de la situación, de lo cual la borrachera nos libra. Tal vez parezca exagerado si digo que nada, en verdad nada, es igual cuando se quiere construir un mundo con palabras prestadas. Es como si a uno le desencajaran el cerebro y fueran a montárselo en el cuerpo de una araña, y luego le pidieran que camine en línea recta. O como querer jugar futbol sobre hielo con zapatos de suela de vaqueta. El mareo que me produce me recuerda aquella tarde en que, ignorando las recomendaciones, bajé corriendo las escaleras desde un cuarto piso, tropezándome con los vecinos, buscando salir del edificio antes de que el fuerte terremoto que nos mecía lo destruyera por completo. Al salir a la calle, aturdido por los llantos y gritos, me di cuenta de que el espectáculo ahí afuera era aún más terrible que en el interior, aún cuando la amenaza de ser aplastado pareciera más lejana. Lo vertical y lo horizontal, que en el cubo de la escalera mantenían su crujiente inmovilidad, habían cedido. Edificios y postes de luz se erigían en caprichosas direcciones. El horizonte era el lápiz de goma de la escuela primaria. Se retorcía de dolor a lo lejos, mudo e indefenso. Nunca estuve más perdido. Permanecí en el centro de la calle, tumbado o de pie, buscando los rostros que no atinaban a encontrar su lugar en el mundo. Aquella vez el mareo y el susto tardaron tiempo en esfumarse. Espero que esta vez se vayan más pronto. Por ahora, este pequeño disparate del que me sostuve, me devuelve poco a poco el alivio de encontrarme en un lugar inexistente.

22.5.06

Berrinche en sí menor

Soy víctima de un boicot. Desde hace unos días me es imposible conectarme a unos cuantos sitios de Internet que eran, hasta hace poco, parte de mi rutina. Entre ellos están algunos diarios mexicanos y un blog, el de harmodio. ¿Qué está pasando? No tengo la menor idea. El acceso a esos mismos sitios desde otras computadoras funciona a la perfección. Funciona incluso desde la mía, cuando me cuelgo de otra conexión distinta a la de mi proveedor. Desde mi conexión, ninguna computadora, de las cuatro con que he intentado, ha logrado conectarse a exactamente los mismos sitios. Mi lógica me dice que, ergo, la culpa es de mi proveedor. En estos días de intenso encierro, en los que mi actividad más excitante del día consiste en abrir mi cuenta de correo electrónico, la situación comienza a ser desesperante. Decido agotar mis recursos antes de tener que llamar al número de servicio al cliente, que en este país se clasifica entre los artículos de lujo (0.34 euros el minuto, y puede uno estar seguro de que la llamada consumirá muchos), y voy a la página Internet de mi proveedor: NOOS (gol!: uno a cero, aprovechando la fiebre mundialista). Ahí se me proponen cinco opciones para tomar contacto con el departamento de soporte técnico: la llamada telefónica, la lista de preguntas frecuentes, el correo postal, el correo electrónico y el chat. No tardo mucho en constatar que el chat no sirve, y que las preguntas frecuentes son una sarta de tarugadas cuya respuesta incluso yo conozco. Termino enviando un correo electrónico al encargado de bolquear los canales para que los peques no vean chichis, e intento abrir de nuevo los diarios mexicanos para ver cómo hace López Obrador para convencer a Fox de que lo invite a su casa, o si a los Dorados les alcanza el baro para ponerle un asiento más al tren de la primera división. En balde. Nada funciona. Estoy tentado a tomarlo como una metáfora de lo que se puede leer sobre mi país, pero decido que sería una metáfora de muy mal gusto. Entonces me queda el pataleo. Venir al blog, que curiosamente hoy funciona bien, porque Blogger tampoco es una maravilla (¡2-0!). O aventurarme resignado, sin destino ni origen, con la enorme velocidad que permite esta carretera de información lisa y sin escollos, luminosa e interminabe, pero con las salidas tapadas.

19.5.06

Parilona

No habría podido darme cuenta, porque me pasé el día con la vista enjaulada en un 15 por 8 pulgadas, pero la noche del miércoles esta ciudad sufrió una transformación inusual: se convirtió en una fiesta. Y digo bien inusual, aunque sigamos leyendo a Hemingway, que bien lo dijo en pasado: París era una fiesta. Pero volvamos a esa noche. Yo no sospeché nada cuando dos gallegos y un harmodio me sonsacaron, y me dieron cita en un bar de la rue de Clignancourt, bajo la amenaza de que si no me apresuraba brindaría de pie y bajo la lluvia, de tan lleno que estaría el lugar. Así que me di prisa (en realidad no tanta) y llegué ahí justo para ver la repetición del gol del Arsenal. Los ánimos estaban burbujeantes, el barman muy ocupado y la tribuna dividida, pero eso sí, todos muy contentos. De alguna manera los hispanos habían logrado guardar espacio para mí, entre la concurrencia europea y africana que no supo por dónde pasó la jugada. El segundo tiempo fluyó como cerveza fresca en un caluroso día de mayo, y la angustia ante la desventaja en el marcador se convirtió en algarabía y estruendo de changos ante incendio forestal, cuando los ingleses fueron por fin doblegados, por un pintoresco y alegre Barça, en escasos seis minutos. Entonces todos fuimos hispanos, todos mentamos cabrones y joderes, todos bebimos más y mejor. Los gallegos soportaron la eufórica hispanización que les endilgaron los parroquianos, y segundos más tarde debí pasar por alto el que se nos metiera a todos, catalanes, santiaguinos, culichis y chilangos, en un mismo saco, todo con el pretexto de brindar más rápido, beber más de prisa, estar más felices más tiempo. Tan no les importó, que los gallegos tuvieron a bien invitar una ronda a toda la concurrencia, como en las películas, como los hombres. Y luego, cuando decidimos salir a la calle, fue que me di cuenta de la amplitud del escándalo. París no era una fiesta, era Barcelona, con sus colores azulgrana, sus españoles dando voces y haciendo botellón; sus ingleses vomitadores, inconscientes incluso tal vez de su derrota; con los charquitos de orín desparramados por la lluvia, los bares repletos, la gente sonriente. Parilona y su fresca noche abierta como un gran arco triunfal.

18.5.06

Una extraña aventura

En cuanto salí, a la vuelta de la e-squina, me topé de frente con Plebón, Crispo, Grabby y el señor Ud. Estaban los cuatro radiantes de calor y de bebidas alcohólicas, aunque extrañamente ligeras. Traían entre manos un plan para sabotear algo, pero aún no sabían qué. Pasamos un excelente momento reconociéndonos, recordándonos y contándonos chistes viejos. Ellos cómodamente instalados en la inercia de la noche, yo sorprendido por el encuentro, con el calor de la cama aún encima. La visión de aquellos rostros, tan lejanamente cercanos, me teletransportó. A medida que alguno de ellos movía la pequeña cámara de video, mi cuerpo se dispersaba más entre los píxeles inasibles, hasta alinearme con el nuevo ángulo de captación. Piensen ustedes en un telescopio largo como un trasatlántico, cuyo objetivo debe ajustarse para ver las dos caras de una moneda inmóvil. Así se esforzaba y ajustaba mi vista desorientada, lagrimeando de vértigo. Y mientras desde el lado de allá fluía la noche y se acababa la cerveza, del lado de acá el día se extrañaba y mi sangre sufría sed. Fui el habitante único de una estación espacial, girando alrededor de su mundo. Fui la Laika de mis sueños juveniles. Fui abducido por un ovni intraterrestre, uno que recorre el planeta en busca de habitantes desfasados. El encuentro me abandonó sobre mi silla, frente a mi pantalla, con los ojos hinchados de viajar. Miré el reloj. El tiempo retomó su curso, pero ya no fue el mismo.

16.5.06

Piñado contra impiñable

En el noroeste de México los autóctonos utilizamos un término de significado curioso, del que no conozco traducción al castellano oficial, ni a los argot de otros países de habla hispana, ni a otras lenguas. El término, aunque en realidad se trata de toda una familia de palabras, gira en torno al verbo “piñar”, que significa algo entre inspirar, impresionar o seducir, por un lado, y fascinar, engatusar o hasta casi embrujar, por otro. Con mucha frecuencia se usa el reflexivo “piñarse”, lo que habla del carácter participativo de aquel que sufre la “piñazón”, aspecto importante para definir los matices del término. Así, alguien puede piñarse con un grupo musical, con un deporte o deportista, con una ideología o con un autor. También con un amigo, una mujer o algún poderoso. El “piñado” no es sólo un admirador, un fan o un devoto. Es más que todo eso junto y, al mismo tiempo, es algo distinto. El “piñado” participa activamente en su “piñazón” (términos todos estos reconocidos por el lexicón culichi), aunque no siempre está listo para mostrarse consciente de ello. La piñazón es, además, una especie de afección. No se trata de un estatus neutro. El piñado está afectado de un estado anormal, del que en algún momento deberá salir, aún si por un tiempo se asume esa piñazón como propia de su carácter. Piñarse viene a ser algo así como auto-obsesionarse con algo, a conciencia pero fingiendo demencia, sin que esto llegue a ser una patología o un rasgo psicológico definitorio. La piñazón es casi un accidente al que todos, al menos todos los culichis (¿todos los sinaloenses?), estamos expuestos.

Desde luego, el sólo hecho de que el término exista y sea utilizado con frecuencia provoca la automática aparición de un tipo de culichi antagónico al piñado: el antipiñado, o impiñable, término éste que no existe en el habla normal, y que tal vez nunca exista, pero que se me ocurre ahora utilizar. El antipiñado es entonces una especie de escéptico poco o nada capaz de entusiasmarse con nada, especialmente con todo aquello que entusiasma normalmente a los “piñados”, y todo esto por mera vocación. Así, el impiñable vive para descalificar los entusiastas arrebatos del piñado, y trata de ridiculizarlo frente los demás. En esta actividad se nos va buena parte del tiempo y de las borracheras.

Pienso en todo esto porque hoy, como me sucede con frecuencia, recordé el consejo que me dio un buen amigo, por supuesto culichi, cuando le dije que me iba al extranjero: “loco, píñate mucho”. Por más que le doy vueltas, no logro esclarecer el significado de tal consejo. Y no es que no se me ocurran posibles interpretaciones, pero me hace falta una con un mínimo de sentido, como supuse que exigía el momento en que el consejo me fue dado.

Aunque la verdad todo esto me viene a la mente porque me preocupa que, en últimas fechas, y aquí me permito parafrasear al poeta, cuando me quiero piñar no me piño, y a veces me piño sin querer.

12.5.06

Música y pastel de choclo

Resido en esa clase de países en donde el reportero de la radio, enviado a cubrir la salida el concierto de Iggy Pop en directo para el noticiero de la noche, inicia su participación con estas palabras: “Me encuentro frente a la puerta de salida del teatro, y al parecer en el interior el volumen esta noche ha sido excesivo, puesto que vemos a muchas personas cubriéndose los oídos al salir”. “¿Y cómo ha sido la asistencia?”, pregunta el presentador de noticias como si esa fuera la respuesta que esperaba: “Ah, pues muy buena, el teatro estaba lleno y la gente contenta de ver a Iggy después de tantos años de no presentarse en nuestro país.” Por suerte, es también el tipo de países en donde uno puede acercarse a un foro-bar y la misma noche del evento conseguir dos entradas para ver en vivo a Susana Baca. ¡Impresionante! Eso se llama tener ángel, aquello se llama voz, esos son músicos con autoridad. El resto son mitades. Hasta con mis vecinos del público salí reconciliado. Yo sólo lamento que, Susana Baca y su grupo siendo originarios de Perú, haya tenido que venir a escucharlos tan lejos. Lo otro que lamento es haberme perdido la lectura de Haydée y del ínclito, y el pastel de choclo que a ver para cuándo puedo al fin conocer.

8.5.06

Escribir mata

Al parecer un blog puede servir para muchas cosas. Para contarle a los amigos nuestras rutinas más aburridas, para contarse a uno mismo sus pensamientos, o para contarle a nadie sus peores perversiones. Puede servir como forma de entrenamiento en la escritura, como terapia o para descargar las presiones que provoca todo lo que no es blog. Muchas veces, según han testimoniado los lectores de éste que ahora usted lee, el blog sirve para no trabajar. Al parecer resulta un pretexto ejemplar e inagotable. El blog, en fin, sirve para vivir. Pero aunque Nicolás Echevarría y Juan Villoro ya dijeron que Vivir mata, no se me había ocurrido pensar hasta qué punto el blog puede ayudar a morir. Jorge León escribió su blog con la esperanza de que le ayudara a morir. Jorge era pentapléjico y físicamente incapaz de quitarse la vida. Hoy Jorge León ha muerto, y aunque aún no se sabe si consiguió a través del blog la ayuda que pedía a gritos, por lo que se cuenta que hay escrito en esa página etérea parece evidente que su escritura avanzaba hombro a hombro con la muerte. No es el primero que se ayuda a sí mismo a morir escribiendo. Ya José María Arguedas escribió su última novela como se cava la propia tumba. Entre las páginas cada vez más difíciles intercalaba palazos de agónicos terrones, moribundas páginas de un diario que se deshojaba de desánimo. Hasta que no pudo más y se arrojó al fondo del hoyo negro que se abría frente a él. Antes abrió su manuscrito, escribió junto a la historia su despedida, y junto a esta cargó la pistola con la que disparó el anticipado y negro punto final. Si los buenos libros nos obligan a respetar la página en blanco. ¿Cómo se escribe un blog después de que Jorge León cavó el suyo con tal coraje y paciencia?

5.5.06

Un pato

Pasamos la noche junto al canal, alimentando una familia de patos con cacahuates viejos. Era divertido ver cómo papá pato, mamá pata y los dos patitos sumergían sus picos con prisa en el agua, tratando de atrapar los cacahuates antes de que se perdieran en el fondo turbio del canal. Los pequeños, con sus picos inexpertos, fallaban la mayor parte de los intentos. Cuando lograban atrapar una de las semillas, intentaban triturarla con cómicos movimientos, y terminaban por dejarla caer y perderla irremediablemente.
La temperatura era de 25 grados. Junto al canal una enorme colonia de humanos graznaba su alegría bajo el cielo despejado. En fila india o en círculos, giraban alrededor del canal desde el que la familia de patos, en las pausas de la lluvia de cacahuates, los miraban sin interés.
El tiempo caía acompasado sobre la tersura de la medianoche, se hundía en su tenumbra como semillas de oleaginosa tostada, buscaba sin prisa el fondo ignorado de aquel enorme estanque en el que flotaba la envoltura ya inservible de la jornada.
¿Es todos los días igual?, le pregunté a papá pato, que parecía un tipo sereno y reflexivo. Por toda respuesta, el pato cedió a su compañera el cacahuate que yo acababa de arrojar, luego se acercó a esta y mordisqueó su cuello con el ancho pico. La plumas de la pata se levantaron, y luego ésta se alejó. El pato me observó fijamente, como para asegurarse que yo prestaba atención.
Nos pusimos de pie y nos alejamos. La familia nos vió partir sin dar muestras de tristeza. Al volver la vista atrás, vi como los humanos se revolvían aún entre ellos, graznándose unos a otros con estruendo. Abriéndo amplia la boca y sonriendo se arrojaban cándidos los últimos cacahuates del paquete.


Gracias a todos por los mensajes publicados durante esta larga ausencia. A Yavax por su comentario, aunque no estoy seguro de haberlo entendido del todo. Entendí muy bien, por el contrario, el del majadero de Harmodio, pero no insistiré en el asunto, con tal de evitar que nuestros encuentros reales terminen en aburridos refritos de blogs. Del Copista me guardo el sabio consejo. Y frente a la habitual pertinencia de Pintura, no puedo más que replicar: soy un espárrago, alíñame.

6.4.06

Licor de pistacho

H.zavala miró el interior del bar. La barra alargada, el alto techo, las apretadas mesas. Era un lugar como este, dijo, donde Roberto Bolaño se me apareció en sueños y me invitó una copa: un licor de pistacho para el muchacho, había pedido el chileno al cantinero. Todos callamos, nostálgicos. Luego sucedió algo extraordinario. Ante nuestra propuesta de pedir otra ronda, h.zavala dijo: quiero un agua mineral. Nos miramos los unos a los otros. Le pedimos que confirmara lo que había dicho, y él repitió sin rastro de emoción: agua mineral. Entonces no nos cupo más duda. H.zavala estaba poseído.

Cuando la ronda llegó, con agua mineral incluida, h.poseído transmitió: les voy a contar una historia. Es una prueba para saber si los que estamos en esta mesa servimos para narradores. Yo les cuento el principio y el final, y ustedes deben intuir lo sucedido. Pueden hacerme preguntas, pero yo sólo contestaré “sí” o “no”.

No había más duda. La actitud de nuestro amigo, lo irresistible del juego propuesto, el reto despiadado y un cierto deje sudamericano en el tono de voz lo evidenciaban: Roberto Bolaño estaba entre nosotros. H.harmodio, Polo y yo no tuvimos tiempo de reaccionar, y aceptamos. De la boca de h.zavala surgieron las siguientes palabras:

“Dos amigos asaltan un banco. Durante la fuga uno de ellos resulta herido. El otro lo ayuda y juntos logran huir y refugiarse en una casa abandonada en el campo. Cuatro días después, la policía da con la casa. Al llegar encuentran, en el interior, los cadáveres de ambos ladrones y el botín. En el patio trasero había tres tumbas recién cavadas. Las tres estaban vacías. ¿Qué sucedió?”

La situación era cruelmente irresistible. Nos pusimos manos a la obra. Con h.zavala como puente, asaltamos al paciente Bolaño con preguntas. Si, no, si, no, se reía el chileno a través de la boca inexpresiva de nuestro amigo, quien sólo atinaba a beber espaciados sorbos de agua mineral.

- ¿Había alguien alrededor de la casa?

- No

- El hombre que no había sido herido en el asalto, ¿murió a tiros?

-

En un par de ocasiones los laberintos de la trampa nos pusieron contra la pared, pero logramos liberarnos del peso de la presión, y encontrar algún sí o no que nos mantuviera con vida. “Si no lo encuentran es que no sirven para escritores”, había pronunciado h.zavala, aguantando firme para ocultar la risa del chileno.

Por fin, luego de una hora de esfuerzos, y cuando h.zavala comenzaba a entrecerrar los ojos, agotadas sus energías, una afortunada combinación de síes y noes orquestada por h.harmodio y un servidor nos llevó al final de la batalla. Luego de proponer atropelladamente nuestra versión de la historia, a h.zavala se le iluminó el rostro, e irguiéndose en su asiento recobró su tono juarense para decir: ¡sí, eso es!

Estallamos en alegría, sintiéndonos librados de un mal trance, e incluso a h.zavala le volvió el color al rostro. Su voz recobró su volumen, sus ojos su picardía, y la noche continuó sin obstáculos. Sólo que la experiencia dejó secuelas en el hígado de nuestro poseído amigo, quien se vio obligado a terminar la jornada a base de aguas minerales, él que lo único que había sugerido era un pequeño licor de pistacho.

2.4.06

El viernes aprendí dos cosas: que Cali es un cantante de Perpignan, y que en El Zenith las mujeres embarazadas gozan de excelentes condiciones para ver los conciertos. Pintura me llamó a mediodía y me dijo:
- Tengo un boleto para ver a Cali.
- ¿Y ése quién es?, le pregunté.
- No sé, pero si lo quieres es tuyo.
- Bueno, contesté.
Así que a las ocho estábamos frente a la entrada del Zenith. Afuera casi no había gente. Pensé que al tal Cali no lo conocía nadie. Entramos. Las luces se apagaron en cuanto asomamos la cara al interior en busca de una butaca libre. A tientas primero, luego poco a poco acostumbrados a la oscuridad, caminamos por un pasillo hacia el escenario. A nuestor costados se divisaban las butacas todas ocupadas. ¿Qué clase de público va a un concierto como si fuera a la escuela? A las ocho de la noche todo mundo estaba bien sentadito, las manos sobre los muslos, la tarea debidamente hecha, esperando al artista.
Frente a la zona de butacas había un espacio libre, para la gente que quisiera ver el concierto de pie. Éstos eran muchos, aunque igual de ordenados que los que prefirieron las butacas. Parecía que tendríamos que unirnos a los parados, cuando a nuestra izquierda apareció un grupo de butacas libres.
- Aquí, le dije a Pintura, y nos sentamos.
Acto seguido una persona de seguridad rodeó el grupo de butacas (¿unas cuarenta?) con una cinta de plástico. Luego alcanzamos a escuchar que le decía a un grupo de jóvenes sentados detrás de nosotros: "disculpen, son lugares reservados para mujeres embarazadas". Los jóvenes abandonaron la zona sin chistar.
El tipo de la cinta se alejó. Segundos después algunas mujeres embarazadas comenzaron a ocpuar los lugares a nuestro alrededor. Pintura y yo nos miramos. Estábamos sentados justo frente al escenario, en la segunda fila de butacas. No podríamos encontrar mejor lugar para ver al tal Cali, quien quiera que fuera.
Nos quitamos las sudaderas (de cualquier forma comenzaba a hacer calor), y las acomodamos sobre el vientre de Pintura, creando un hermoso prospecto de bebé.
Cali salió por fin al escenario. Nuestro nerviosismo inicial comenzó a disiparse entre la música alegre, las bromas provinciales y la pila sin fin del cantante. Por si las dudas, cada vez que se acercaba alguien vestido de negro y con una especie de chaqueta con leyendas rojas, yo sobaba despacio la barriga de Pintura, quien me sonreía a su vez con una expresión de felicidad tan exagerada que rayaba en el idiotismo, pero que se reveló altamente convincente. Nadie nos molestó.
Cali se desgañitó, saltó, se rió del público, invitó a un par de ellos al escenario, hizo que uno de ellos cantara la Marsellesa, abusó un poco del buen oficio del ingeniero de luces (quien por cierto se llevó la noche con su trabajo), habló demasiado de Perpignan, provocó oleadas de banderitas catalanas, pataleó cuando no lloramos con la historia de su abuelo, y finalmente tomó tanto tiempo en despedirse que Pintura y un servidor decidimos olvidar el niño y las butacas y hacer una escala en el baño antes de abandonar el recinto. Al salir enviamos nuestro pensamiento y cariño a la responsable de nuestra presencia en ese lugar, nuestra querida amiga Lenis, quien se perdió de un buen concierto, pero ganó una buena cena y dos lugares en primera fila en nuestros emabarazos corazoncitos.

30.3.06

Brian Eno hizo la música de Windows. ¿Brian Eno hizo la música de Windows? A ver... Brian Eno hizo... la música... de Windows. ¿La "música" de Windows? Si, sí. La música que uno escucha cuando inicia su sistema operativo (si uno trabaja con Windows), una especie de proclama celestial, un pequeño y desconcertante dardo de psicotropia que al principio, cuando uno todavía no se ha hartado de escucharlo todos los días durante muchos años, parece tener por misión reiniciarnos el cerebro. Pues esa minipieza musical fue escrita y realizada por nada menos que Brian Eno. Ayer tuve oportunidad de escuchar un album del célebre músico inglés, Here come the warm jets, grabado en 1973. Quedé gratamente sorprendido por la mezcla de una cierta crudeza, un rock setentero de primera intención, con la vena experimental que siempre ha motivado el trabajo de Eno. En la primera canción se puede escuchar una intención casi ácida, adornada con una improvisación que recuerda, o más bien anticipa, aquel solo de guitarra de "El borrego" de Café Tacuba, ese ingenioso speed metal anti-neopunk. Fue comentando esa experiencia que me enteré de que el mismo Eno de los solos desafinados había hecho el famosísimo jingle que ayudó tal vez a hacer de Bill Gates el hombre más rico del mundo. Fue Harmodio el que me pasó el dato. Por cierto, loco, Eno participó en efecto en tres discos de Bowie: Low, Heroes y Lodger. En cuanto a la colaboración entre músicos e industria, y la consecuente sobredosis de Eno, sólo puedo por ahora citar a otro de los enriquecidos con ayuda del talento de Brian: "She moves in mysterious ways".

25.3.06

Excursión a Alfortville

Nos perdimos en Alfortville. Recorrimos durante poco más de una hora las calles de esta ciudad, embebida en la zona suburbana de París, bajo una lluvia intermitente y puntillosa, sin lograr que alguien nos diera una información válida. El Teatro de Alfortville parecía no haber existido nunca. El 80 por ciento de los interrogados afirmó, con una frase rápida y evasiva, no conocer el rumbo. ¿Tan mal visto es vivir en Alfortville? Nos preguntábamos. ¿O qué es lo que hace que las calles de esta extraña ciudad se pueblen de forasteros nerviosos? Fue finalmente un barman - dios bendiga a los bares y sus barmen - quien, saliendo de detrás de su barra, nos indicó cómo llegar a la calle Anatole France. La obra había por supuesto comenzado, pero por suerte con retraso, y Arul y yo pudimos ver la segunda mitad del espectáulo.
Ana, que sobresalía en el coro, junto al escenario, nos miró con seriedad significativa caundo nos vio buscar un asiento. Desde luego no podía sonreirnos mientras interpretaba una melodía tan dramática, a mitad de una obra de Brecht. Pero había en sus ojos algo que buscaba respuestas. Yo puse cara de yo no fui y señalé a Arul, aturdido por el impacto de las voces y aquellos rostros deformados por el maquillaje.
Cuando la pieza terminó, uno por uno todos los integrantes del coro y los actores, e incluso el director, me preguntaron por qué había llegado tan tarde. La puerta estaba situada justo frente al escenario, y habíamos tenido el buen tino de entrar en un momento de calma y exceso de iluminación, de modo que todos se dieron cuenta. Para colmo la excusa de Arul pronto perdió fuerza, pues se enteraron de que él había llegado un día antes a la ciudad, y que el que tenía las indicaciones para llegar al teatro era yo.
Sólo uno de ellos, a quien saludé al final, acercándome mansamente con una excusa en la punta de la lengua, no se percató del retraso. ¡Ah!, le dije frente a Ana, buscando un punto a mi favor. ¡Por fin uno que estaba concentrado en su trabajo, en lugar de estar pendiente de la puerta de entrada! Extrañado, él contestó: Para nada, soy de lo más distraído. Lo que sucede es que soy miope y no veo un carajo.


23.3.06

Cené en la casa de Flaubert. Sí, sí. Gustave Flaubert. Yo, que casi siempre reniego de esa manía que tienen las grandes ciudades de abanicarse, siempre a destiempo, con la gloria de a quienes en otro tiempo ignoraron o rechazaron, me quedé boquiabierto frente a la placa que presidía la puerta del edificio. Ahí vivió Gustave Flaubert entre 1856 y 1869. Ara nos había invitado a cenar a su casa, pero no nos advirtió sobre este detalle. Subí al departamento y antes incluso de saludarla le pregunté por Flaubert. Ah, sí. Había olvidado decirlo, pero él vivió ahí, en ese mismo departamento. Probablemente esa pieza que estaba a mi izquierda, y por cuyo ventanal se veía el Boulevard du Temple, había sido su estudio. Tal vez su mirada se perdía entre las ramas del árbol que se alzaba justo en frente, o espiaba a las señoritas en las ventanas al otro lado de la calle. Yo me imaginé a Mme Bovary viniendo del fondo del departamento, desde la cocina, soñadora y esbelta, con paso de sombra, y acercándose hasta el escritorio en que Gustave se arrancaba los pelos corrigiendo esa cadencia al caminar por millonésima vez. El parqué crujía bajo los pies de Emma, y volvía ininteligibles las explicaciones de Ara. Aún así escuché que Salammbô y La educación sentimental fueron escritas ahí mismo. No pude sacarme en toda la noche la sensación de ser espiado, de ser socarronamente puesto frente a mis propias reticencias de incrédulo, para ver cómo reacciono cuando me veo acorralado. Al fin me decido a proponerlo. Sin tomarlo muy en serio, los ahí reunidos aprueban, y probablemente lo olvidan en el acto. Yo no puedo dejar de pensar en ello, día y noche, vida y sueño. La próxima vez, conseguiremos ayuda, invitaremos a Charles y Emma Bovary, Mâtho y Salammbô, Fréderic Moreau y Marie Arnoux. Haremos una sesión espiritista. Invocaremos al espíritu de Flaubert.

20.3.06

"Los Caimanes"

El meñique izquierdo está volcado sobre el dedo vecino. Se encarama sobre él como si buscara cruzar la fila de dedos hasta el otro lado del pie, donde aguarda el dedo mayor, gordo y sucio. Marco tiene las piernas subidas en la mesa de centro y masca chicle mientras mira distraído hacia el techo. Sus dedos recuerdan un grupo de cachorros recién nacidos. Rechonchos y torpes buscan apoyo como queriendo saltar desde lo alto de la sandalia, demasiado pequeña. Reclinado en el sillón individual, que siempre nos gana pues es el anfitrión, Marco mueve los pies a un lado y a otro con lentitud.

- ¿A qué hora llega Jaime? – pregunta.

Yo me encojo de hombros.

- Ya tiene una hora de retraso – dice mientras hace girar su cabeza en pequeños círculos.

Hace calor. En la esquina de la habitación hay un ventilador que barre el espacio. Cuando apunta hacia mí su brisa me adormece. Los pocos segundos en que recibo su aliento me bastan para casi disfrutar del calor. Pero luego sigue su camino y se dirige hacia Marco, y de inmediato mi cuerpo se desespera bajo el aire caliente y húmedo. Es como una droga. Si alguien me lo quitara de enfrente sería capaz de matarlo. Bueno, es un decir. Porque aparte de Marco y yo en esta casa no hay nadie, y no veo quién pueda venir, con el calor que hace ahí afuera, para apagar el ventilador. De modo que puedo confiar en que nada me hará levantarme de aquí por ahora.

- ¿Vistes el concierto? – pregunta Marco.

- No.

- ¿Cómo no?… ¿Qué concierto?

Su rostro está a mi izquierda. Frente a mí sus pies y sus dedos trenzados. No quiero girar la cabeza, que ya logré acomodar perfectamente en el respaldo. Giro entonces los ojos todo lo que puedo. Su rostro aparece incierto, deforme, pero adivino su expresión. Me mira fijamente.

- ¿De qué concierto te estoy preguntando? ¿Sabes de qué concierto estoy hablando? – insiste.

Considero su pregunta durante algunos segundos. Tal vez unos treinta.

- No – contesto.

- ¿Entonces por qué me dices que no lo has visto?

Es domingo. Nuestro ensayo semanal se ve de nuevo amenazado por las ausencias y los retrasos. Estamos esperando a Jaime y Olegario. Jaime siempre viene tarde. El problema es saber con cuántas horas de retraso llegará. Olegario no viene desde hace tres semanas. Cuando le reclamamos dice que para nosotros es fácil culparlo, Marco que vive aquí mismo, y yo que vivo en la casa de al lado. Pero él viene de lejos cargando el tololoche. Y mientras tanto Marco debe regresar esta misma tarde la tarola que le prestó su tío.

Marco vuelve a mecer los pies sobre la mesa a izquierda y derecha, tranquilamente, mientras infla el chicle y hace bombitas coloradas. Frente a él la ventana deja pasar la luz brillante de la calle. Al seguir los pies de Marco me doy cuenta de que imita, tal vez inconscientemente, el ritmo del ventilador. Ahora Marco comienza a tararear una canción. Este hombre lleva el ritmo en las venas.

- ¿Entonces?

- ¿Qué?

- ¿No quieres saber qué concierto te perdiste en la tele?

Pienso unos segundos.

- No – contesto.

La espera adormece. Cierro los ojos. Allá, desde la casa de la Julia, se escucha Ramón Ayala. Qué dedos los de Ramón. Y este aire bueno. El calor es una hamaca grande y pegajosa. Se mece con vaivenes largos, largos. La Gladis llega y se mete conmigo en la hamaca, se acurruca a mi lado. Me hace “piojito” con sus dedos suaves. Nos despierta el ruido de una pick-up que pasa por la calle. El ruido triturado de las piedras bajo los neumáticos. Pero el cabrón pasa muy rápido. La nube de polvo que levanta se mete por la ventana. Un olor a tierra seca llena la habitación. Aguanto la respiración con los ojos cerrados. Cuando los abro Marco sigue sentado, la vista clavada hacia el frente, como ido. Su dedo meñique comienza a desesperarse. Da saltitos sobre el dedo de al lado como si quisiera quitarlo del camino de una vez.

Jaime entra como un fantasma y pone su acordeón sobre el suelo, junto al sofá de tres plazas. Mientras más plazas tienen los sofás de la casa de Marco, más incómodos son. Por suerte sólo hay tres. Jaime se extiende en el sofá de tres plazas y se echa boca arriba. Inclina el sombrero sobre el rostro.

- Ya llegó Jaime, le digo a Marco.

- Ya era hora. Ya sólo nos falta uno.

El ventilador gira dos veces. Marco dice:

- ¿Tú crees que debamos anular el baile del viernes?

Pienso unos segundos.

- No – contesto.

Marco no estaba dormido. Algo le preocupa.

- Tal vez sería lo mejor, dice. Mi tío ya no me puede prestar la tarola. No podremos ensayar antes del baile.

- Si van a anular el baile, díganme de una vez para irme a mi casa – dice Jaime bajo sus ojos cerrados y la horrible cruda que trae encima.

- No deberíamos anular – repito, pensando en el dinero que ya comprometí. – Tenemos un compromiso con nuestro público.

Marco voltea y me mira. Tal vez exageré. Pero ¿de dónde voy a sacar para llevar a la Gladis al cine si anulamos? Por una vez que cede a mis insistencias.

- Deberíamos anular – insiste Marco –. Ahí estarán los hermanos Medina. Ellos pueden tocar toda la noche.

Es una vergüenza. Dejarles todo el baile a los Medina. ¿Dónde quedará la reputación de “Los Caimanes”? Prefiero darle vuelta al repertorio. Total, ya tomada la gente ni cuenta se da.

- Ahí está Olegario, dice Jaime.

Marco y yo miramos hacia la ventana. Ahí afuera está Olegario, sentado sobre la acera, de espaldas a nosotros.

- ¿Qué está haciendo?, me pregunta Marco.

- Está mirando.

- ¿Va a venir?

Espero a ver si se mueve. Pero Olegario se queda quieto.

- No sé – contesto.

- Olegario – lo llama Jaime con voz ronca y débil.

Olegario no se mueve.

- No te oye, le digo. Llámalo más fuerte.

Jaime no lo llama. Marco tampoco. Yo pienso en la Gladis, que me dijo que pasara por ella el próximo domingo a las seis. Me estará esperando en casa de su prima. Pero qué bien acomodé la cabeza en el respaldo.

Olegario se pone de pie sin que nadie lo llame. Se acerca a la ventana pensativo y detrás de las celosías nos dice, mientras deshace una ramita entre sus dedos.

- Vine a decirles que me voy.

Sus palabras tardan unos segundos llegar a nuestros oídos. Luego las repetimos un poco para nosotros mismos.

- Si venistes para irte, ¿por qué mejor no te quedastes en tu casa, como haces siempre? – dice Marco con dominio.

- No, digo que me voy, que ya no vuelvo. Me salgo del grupo. Ya no soy parte de “Los Caimanes”.

Callamos. Marco y yo miramos a Olegario, que se ve como una aparición contra la ventana. Jaime sigue acostado bajo el sombrero.

- Me caso con la Gladis – dice Olegario.

Mierda, pienso. Hay silencio. Mierda, me repito. Marco por fin dice:

- Ya era hora.

- Necesito dinero. Me la llevo para el norte.

En mi cabeza resuena la voz de la Gladis en el último baile, cuando me dijo que a las seis en punto, así rapidito porque ahí cerca Olegario sufría afinando el tololoche. Marco tiene razón. Por una vez que viene, y para darle al traste a todo, mejor quedarse en su casa. Olegario se queda de pie unos segundos, termina de deshebrar la varita de guayabo. Luego se da media vuelta y comienza a alejarse.

- ¿Cuándo te vas? – le grito.

Él se detiene y se vuelve. Se encoge de hombros.

- El domingo – me dice.

El corazón me da un vuelco.

- ¿A qué hora?

Se queda callado un rato, mirando hacia el interior de la casa como confundido bajo el rayo del sol. Luego agita la cabeza, da media vuelta y se va esta vez de a buenas.

Nos quedamos inmóviles, escuchando el abanico que gira con un murmullo, como respetuoso. Yo veo el domingo próximo, con sus seis de la tarde y la Gladis en casa de su prima, alejándose hacia el norte sin volver la cara para decir adiós.

- Ya era hora – dice Marco, como para sí mismo.

- Es un pendejo – dice Jaime entre dos ronquidos – Pendejo y mal tololoche.

El ventilador sigue girando. La hamaca da un bandazo largo, largo. Estiro mis piernas sudadas. Sin la carga de la Gladis a un lado el calor es más soportable. Cierro los ojos. La luz se hace más clara. Ramón Ayala se asoma a la ventana y peinándose el bigote me dice:

- ¿No quieres venir a tocar el guitarrón con mis Bravos?

Miguel Tapia



El autor agradecerá cualquier comentario o crítica (de preferencia constructiva) sobre este texto. Un saludo.

11.3.06

Opípara noche

Ayer, menú espectacular. Pichulas abrazadas de crujiente pasta. Crema de potirons con mejillones. Gambas salteadas con pimientos, calabacitas, cebolla e hinojos, flanqueados de mondos gajos de naranja y todo bañado en una salsa agridulce. Gewurstraminer y Pinot Blanc. Uva chilena y fresa de amorosa manufactura casera. Convidados: 7. Sobremesa larga y animada. Digestión ligera y apacible, ajena por completo al desalojo de trescientos nostálgicos de la Sorbona, la extinción de la pequeña llama, lo que animó al invierno a volver sobre sus pasos, instalarse de nuevo con todo y maletas en la ciudad. Hoy el sábado amaneció lánguido, PJ Harvey listens to the wind blow sin hacerse ilusiones. There was trouble taking place.