30.3.06

Brian Eno hizo la música de Windows. ¿Brian Eno hizo la música de Windows? A ver... Brian Eno hizo... la música... de Windows. ¿La "música" de Windows? Si, sí. La música que uno escucha cuando inicia su sistema operativo (si uno trabaja con Windows), una especie de proclama celestial, un pequeño y desconcertante dardo de psicotropia que al principio, cuando uno todavía no se ha hartado de escucharlo todos los días durante muchos años, parece tener por misión reiniciarnos el cerebro. Pues esa minipieza musical fue escrita y realizada por nada menos que Brian Eno. Ayer tuve oportunidad de escuchar un album del célebre músico inglés, Here come the warm jets, grabado en 1973. Quedé gratamente sorprendido por la mezcla de una cierta crudeza, un rock setentero de primera intención, con la vena experimental que siempre ha motivado el trabajo de Eno. En la primera canción se puede escuchar una intención casi ácida, adornada con una improvisación que recuerda, o más bien anticipa, aquel solo de guitarra de "El borrego" de Café Tacuba, ese ingenioso speed metal anti-neopunk. Fue comentando esa experiencia que me enteré de que el mismo Eno de los solos desafinados había hecho el famosísimo jingle que ayudó tal vez a hacer de Bill Gates el hombre más rico del mundo. Fue Harmodio el que me pasó el dato. Por cierto, loco, Eno participó en efecto en tres discos de Bowie: Low, Heroes y Lodger. En cuanto a la colaboración entre músicos e industria, y la consecuente sobredosis de Eno, sólo puedo por ahora citar a otro de los enriquecidos con ayuda del talento de Brian: "She moves in mysterious ways".

25.3.06

Excursión a Alfortville

Nos perdimos en Alfortville. Recorrimos durante poco más de una hora las calles de esta ciudad, embebida en la zona suburbana de París, bajo una lluvia intermitente y puntillosa, sin lograr que alguien nos diera una información válida. El Teatro de Alfortville parecía no haber existido nunca. El 80 por ciento de los interrogados afirmó, con una frase rápida y evasiva, no conocer el rumbo. ¿Tan mal visto es vivir en Alfortville? Nos preguntábamos. ¿O qué es lo que hace que las calles de esta extraña ciudad se pueblen de forasteros nerviosos? Fue finalmente un barman - dios bendiga a los bares y sus barmen - quien, saliendo de detrás de su barra, nos indicó cómo llegar a la calle Anatole France. La obra había por supuesto comenzado, pero por suerte con retraso, y Arul y yo pudimos ver la segunda mitad del espectáulo.
Ana, que sobresalía en el coro, junto al escenario, nos miró con seriedad significativa caundo nos vio buscar un asiento. Desde luego no podía sonreirnos mientras interpretaba una melodía tan dramática, a mitad de una obra de Brecht. Pero había en sus ojos algo que buscaba respuestas. Yo puse cara de yo no fui y señalé a Arul, aturdido por el impacto de las voces y aquellos rostros deformados por el maquillaje.
Cuando la pieza terminó, uno por uno todos los integrantes del coro y los actores, e incluso el director, me preguntaron por qué había llegado tan tarde. La puerta estaba situada justo frente al escenario, y habíamos tenido el buen tino de entrar en un momento de calma y exceso de iluminación, de modo que todos se dieron cuenta. Para colmo la excusa de Arul pronto perdió fuerza, pues se enteraron de que él había llegado un día antes a la ciudad, y que el que tenía las indicaciones para llegar al teatro era yo.
Sólo uno de ellos, a quien saludé al final, acercándome mansamente con una excusa en la punta de la lengua, no se percató del retraso. ¡Ah!, le dije frente a Ana, buscando un punto a mi favor. ¡Por fin uno que estaba concentrado en su trabajo, en lugar de estar pendiente de la puerta de entrada! Extrañado, él contestó: Para nada, soy de lo más distraído. Lo que sucede es que soy miope y no veo un carajo.


23.3.06

Cené en la casa de Flaubert. Sí, sí. Gustave Flaubert. Yo, que casi siempre reniego de esa manía que tienen las grandes ciudades de abanicarse, siempre a destiempo, con la gloria de a quienes en otro tiempo ignoraron o rechazaron, me quedé boquiabierto frente a la placa que presidía la puerta del edificio. Ahí vivió Gustave Flaubert entre 1856 y 1869. Ara nos había invitado a cenar a su casa, pero no nos advirtió sobre este detalle. Subí al departamento y antes incluso de saludarla le pregunté por Flaubert. Ah, sí. Había olvidado decirlo, pero él vivió ahí, en ese mismo departamento. Probablemente esa pieza que estaba a mi izquierda, y por cuyo ventanal se veía el Boulevard du Temple, había sido su estudio. Tal vez su mirada se perdía entre las ramas del árbol que se alzaba justo en frente, o espiaba a las señoritas en las ventanas al otro lado de la calle. Yo me imaginé a Mme Bovary viniendo del fondo del departamento, desde la cocina, soñadora y esbelta, con paso de sombra, y acercándose hasta el escritorio en que Gustave se arrancaba los pelos corrigiendo esa cadencia al caminar por millonésima vez. El parqué crujía bajo los pies de Emma, y volvía ininteligibles las explicaciones de Ara. Aún así escuché que Salammbô y La educación sentimental fueron escritas ahí mismo. No pude sacarme en toda la noche la sensación de ser espiado, de ser socarronamente puesto frente a mis propias reticencias de incrédulo, para ver cómo reacciono cuando me veo acorralado. Al fin me decido a proponerlo. Sin tomarlo muy en serio, los ahí reunidos aprueban, y probablemente lo olvidan en el acto. Yo no puedo dejar de pensar en ello, día y noche, vida y sueño. La próxima vez, conseguiremos ayuda, invitaremos a Charles y Emma Bovary, Mâtho y Salammbô, Fréderic Moreau y Marie Arnoux. Haremos una sesión espiritista. Invocaremos al espíritu de Flaubert.

20.3.06

"Los Caimanes"

El meñique izquierdo está volcado sobre el dedo vecino. Se encarama sobre él como si buscara cruzar la fila de dedos hasta el otro lado del pie, donde aguarda el dedo mayor, gordo y sucio. Marco tiene las piernas subidas en la mesa de centro y masca chicle mientras mira distraído hacia el techo. Sus dedos recuerdan un grupo de cachorros recién nacidos. Rechonchos y torpes buscan apoyo como queriendo saltar desde lo alto de la sandalia, demasiado pequeña. Reclinado en el sillón individual, que siempre nos gana pues es el anfitrión, Marco mueve los pies a un lado y a otro con lentitud.

- ¿A qué hora llega Jaime? – pregunta.

Yo me encojo de hombros.

- Ya tiene una hora de retraso – dice mientras hace girar su cabeza en pequeños círculos.

Hace calor. En la esquina de la habitación hay un ventilador que barre el espacio. Cuando apunta hacia mí su brisa me adormece. Los pocos segundos en que recibo su aliento me bastan para casi disfrutar del calor. Pero luego sigue su camino y se dirige hacia Marco, y de inmediato mi cuerpo se desespera bajo el aire caliente y húmedo. Es como una droga. Si alguien me lo quitara de enfrente sería capaz de matarlo. Bueno, es un decir. Porque aparte de Marco y yo en esta casa no hay nadie, y no veo quién pueda venir, con el calor que hace ahí afuera, para apagar el ventilador. De modo que puedo confiar en que nada me hará levantarme de aquí por ahora.

- ¿Vistes el concierto? – pregunta Marco.

- No.

- ¿Cómo no?… ¿Qué concierto?

Su rostro está a mi izquierda. Frente a mí sus pies y sus dedos trenzados. No quiero girar la cabeza, que ya logré acomodar perfectamente en el respaldo. Giro entonces los ojos todo lo que puedo. Su rostro aparece incierto, deforme, pero adivino su expresión. Me mira fijamente.

- ¿De qué concierto te estoy preguntando? ¿Sabes de qué concierto estoy hablando? – insiste.

Considero su pregunta durante algunos segundos. Tal vez unos treinta.

- No – contesto.

- ¿Entonces por qué me dices que no lo has visto?

Es domingo. Nuestro ensayo semanal se ve de nuevo amenazado por las ausencias y los retrasos. Estamos esperando a Jaime y Olegario. Jaime siempre viene tarde. El problema es saber con cuántas horas de retraso llegará. Olegario no viene desde hace tres semanas. Cuando le reclamamos dice que para nosotros es fácil culparlo, Marco que vive aquí mismo, y yo que vivo en la casa de al lado. Pero él viene de lejos cargando el tololoche. Y mientras tanto Marco debe regresar esta misma tarde la tarola que le prestó su tío.

Marco vuelve a mecer los pies sobre la mesa a izquierda y derecha, tranquilamente, mientras infla el chicle y hace bombitas coloradas. Frente a él la ventana deja pasar la luz brillante de la calle. Al seguir los pies de Marco me doy cuenta de que imita, tal vez inconscientemente, el ritmo del ventilador. Ahora Marco comienza a tararear una canción. Este hombre lleva el ritmo en las venas.

- ¿Entonces?

- ¿Qué?

- ¿No quieres saber qué concierto te perdiste en la tele?

Pienso unos segundos.

- No – contesto.

La espera adormece. Cierro los ojos. Allá, desde la casa de la Julia, se escucha Ramón Ayala. Qué dedos los de Ramón. Y este aire bueno. El calor es una hamaca grande y pegajosa. Se mece con vaivenes largos, largos. La Gladis llega y se mete conmigo en la hamaca, se acurruca a mi lado. Me hace “piojito” con sus dedos suaves. Nos despierta el ruido de una pick-up que pasa por la calle. El ruido triturado de las piedras bajo los neumáticos. Pero el cabrón pasa muy rápido. La nube de polvo que levanta se mete por la ventana. Un olor a tierra seca llena la habitación. Aguanto la respiración con los ojos cerrados. Cuando los abro Marco sigue sentado, la vista clavada hacia el frente, como ido. Su dedo meñique comienza a desesperarse. Da saltitos sobre el dedo de al lado como si quisiera quitarlo del camino de una vez.

Jaime entra como un fantasma y pone su acordeón sobre el suelo, junto al sofá de tres plazas. Mientras más plazas tienen los sofás de la casa de Marco, más incómodos son. Por suerte sólo hay tres. Jaime se extiende en el sofá de tres plazas y se echa boca arriba. Inclina el sombrero sobre el rostro.

- Ya llegó Jaime, le digo a Marco.

- Ya era hora. Ya sólo nos falta uno.

El ventilador gira dos veces. Marco dice:

- ¿Tú crees que debamos anular el baile del viernes?

Pienso unos segundos.

- No – contesto.

Marco no estaba dormido. Algo le preocupa.

- Tal vez sería lo mejor, dice. Mi tío ya no me puede prestar la tarola. No podremos ensayar antes del baile.

- Si van a anular el baile, díganme de una vez para irme a mi casa – dice Jaime bajo sus ojos cerrados y la horrible cruda que trae encima.

- No deberíamos anular – repito, pensando en el dinero que ya comprometí. – Tenemos un compromiso con nuestro público.

Marco voltea y me mira. Tal vez exageré. Pero ¿de dónde voy a sacar para llevar a la Gladis al cine si anulamos? Por una vez que cede a mis insistencias.

- Deberíamos anular – insiste Marco –. Ahí estarán los hermanos Medina. Ellos pueden tocar toda la noche.

Es una vergüenza. Dejarles todo el baile a los Medina. ¿Dónde quedará la reputación de “Los Caimanes”? Prefiero darle vuelta al repertorio. Total, ya tomada la gente ni cuenta se da.

- Ahí está Olegario, dice Jaime.

Marco y yo miramos hacia la ventana. Ahí afuera está Olegario, sentado sobre la acera, de espaldas a nosotros.

- ¿Qué está haciendo?, me pregunta Marco.

- Está mirando.

- ¿Va a venir?

Espero a ver si se mueve. Pero Olegario se queda quieto.

- No sé – contesto.

- Olegario – lo llama Jaime con voz ronca y débil.

Olegario no se mueve.

- No te oye, le digo. Llámalo más fuerte.

Jaime no lo llama. Marco tampoco. Yo pienso en la Gladis, que me dijo que pasara por ella el próximo domingo a las seis. Me estará esperando en casa de su prima. Pero qué bien acomodé la cabeza en el respaldo.

Olegario se pone de pie sin que nadie lo llame. Se acerca a la ventana pensativo y detrás de las celosías nos dice, mientras deshace una ramita entre sus dedos.

- Vine a decirles que me voy.

Sus palabras tardan unos segundos llegar a nuestros oídos. Luego las repetimos un poco para nosotros mismos.

- Si venistes para irte, ¿por qué mejor no te quedastes en tu casa, como haces siempre? – dice Marco con dominio.

- No, digo que me voy, que ya no vuelvo. Me salgo del grupo. Ya no soy parte de “Los Caimanes”.

Callamos. Marco y yo miramos a Olegario, que se ve como una aparición contra la ventana. Jaime sigue acostado bajo el sombrero.

- Me caso con la Gladis – dice Olegario.

Mierda, pienso. Hay silencio. Mierda, me repito. Marco por fin dice:

- Ya era hora.

- Necesito dinero. Me la llevo para el norte.

En mi cabeza resuena la voz de la Gladis en el último baile, cuando me dijo que a las seis en punto, así rapidito porque ahí cerca Olegario sufría afinando el tololoche. Marco tiene razón. Por una vez que viene, y para darle al traste a todo, mejor quedarse en su casa. Olegario se queda de pie unos segundos, termina de deshebrar la varita de guayabo. Luego se da media vuelta y comienza a alejarse.

- ¿Cuándo te vas? – le grito.

Él se detiene y se vuelve. Se encoge de hombros.

- El domingo – me dice.

El corazón me da un vuelco.

- ¿A qué hora?

Se queda callado un rato, mirando hacia el interior de la casa como confundido bajo el rayo del sol. Luego agita la cabeza, da media vuelta y se va esta vez de a buenas.

Nos quedamos inmóviles, escuchando el abanico que gira con un murmullo, como respetuoso. Yo veo el domingo próximo, con sus seis de la tarde y la Gladis en casa de su prima, alejándose hacia el norte sin volver la cara para decir adiós.

- Ya era hora – dice Marco, como para sí mismo.

- Es un pendejo – dice Jaime entre dos ronquidos – Pendejo y mal tololoche.

El ventilador sigue girando. La hamaca da un bandazo largo, largo. Estiro mis piernas sudadas. Sin la carga de la Gladis a un lado el calor es más soportable. Cierro los ojos. La luz se hace más clara. Ramón Ayala se asoma a la ventana y peinándose el bigote me dice:

- ¿No quieres venir a tocar el guitarrón con mis Bravos?

Miguel Tapia



El autor agradecerá cualquier comentario o crítica (de preferencia constructiva) sobre este texto. Un saludo.

11.3.06

Opípara noche

Ayer, menú espectacular. Pichulas abrazadas de crujiente pasta. Crema de potirons con mejillones. Gambas salteadas con pimientos, calabacitas, cebolla e hinojos, flanqueados de mondos gajos de naranja y todo bañado en una salsa agridulce. Gewurstraminer y Pinot Blanc. Uva chilena y fresa de amorosa manufactura casera. Convidados: 7. Sobremesa larga y animada. Digestión ligera y apacible, ajena por completo al desalojo de trescientos nostálgicos de la Sorbona, la extinción de la pequeña llama, lo que animó al invierno a volver sobre sus pasos, instalarse de nuevo con todo y maletas en la ciudad. Hoy el sábado amaneció lánguido, PJ Harvey listens to the wind blow sin hacerse ilusiones. There was trouble taking place.

9.3.06

Plagiario el último

Me llama la historia. No la que conocemos, la ya escrita. Ni siquiera la que en estos momentos se está escribiendo, sino la que vendrá, la que algún día podrá escribirse. Acudo a este espacio no para escribir la historia futura, sino para tratar de condicionar su eventual aparición. Desde luego es pretencioso suponer que la historia se ocupará de un insignificante asunto como el que voy a exponer. Pero la posibilidad de dejar un testimonio inmediato me otorga ese mínimo y tal vez inútil poder.

Ayer hablé por teléfono con F. Lo saludé y le pregunté cómo estaba. Me comentó que está ajustando los últimos detalles para partir definitivamente de aquí. Se va a vivir a la Ciudad de México. F es periodista. Planea encontrar un trabajo de corresponsalía para un medio francés, como ya lo hizo alguna vez desde EE.UU. Cuenta ya con un departamento en una céntrica colonia del DF. Aún no lo ha visto, pero su novia sí, y cuenta que es viejo, espacioso y exótico. F se dice ansioso por llegar, aunque reconoce cierto nerviosismo. La ciudad es tan grande, y siempre hay tantos ruidos, pequeños e incesantes. Le comento que cuando me fui a vivir al DF, por las noches sentía la vasta presencia de la ciudad alrededor. La sentía respirar dormida, escuchaba su aliento profundo y subsónico. Me imaginaba entonces acostado sobre el vientre enorme de un gigante dormido, y me invadía un extraño nerviosismo al percibir el peligro de que el inmenso durmiente girara durante la noche y nos aplastara a todos bajo su cuerpo.

En este punto el tono cordial de la charla se resquebrajó, y una risa punzante surgió desde la bocina del teléfono. Miguel, me dijo F, no te molestarás si algún día lees una crónica desde México, en que el periodista reporte desde “esta ciudad que da la impresión de vivir sobre el vientre de un gigante”, ¿verdad? Al expresar mi sorpresa y desacuerdo, se limitó a decir: eso es el periodismo, viejo.

Y tiene razón. Eso es el periodismo. O al menos parte de él. Esperemos que no sólo el periodismo escriba la historia de mañana.

He escrito.

1.3.06

What the FAQ?

Ayer me escribió Perro Bichi para decirme que había puesto un comentario en Tayoc, bajo el texto titulado FAQs, y que éste simplemente no había aparecido. No es la primera vez que esto sucede. He escuchado la misma queja de otras víctimas de la misma ineptitud, y yo mismo lo he sido al intentar dejarle un comentario al Copista. Si las cosas siguen así, me veré obligado a abandonar esta tabla de surfear, que de tan llena se convirtió ya en un inmenso trasatlánico, e irme a la tabla de enfrente, o a la de al lado, a bitacoras.com o a u-blog, a lashistorias.sabequé o ya de plano flotar solito en la cybermarea, asido de alguna tabla salvadora arrojada por Wanadoo o Prodigy. Si se construye un barcote con la intención de controlar el tráfico del mundo entero, más vale estar preparado para cargar mucho peso. Ayer escuché una discusión sobre la guerra actual por el control de la información informatizada, de parte de compañías publicitarias, diseñadoras de nuevos productos comerciales y gobiernos que babean pensando en el cibertotalitarismo. ¿Qué va a pasar el día de mañana cuando el comentario perdido de Perro Bichi provoque un error de interpretación, y las estadísticas digan que a ningún perro le falta techo y vestido, o que en México la tradición acabó con todos los perros, inlcuyendo los bichis? ¿Qué cuando lancen al mercado blogs para mexicanos olvidados? ¿O cuando se acuse a inocentes por actos de terrorismo zoológico? Y si la tendencia cibertotalitarista pretende ignorar la voz de Perro Bichi, con mayor razón digo: señores, demos guerra y trabajo a los acaparadores de la ignominia del siglo XXI, escribamos, colguemos mensajes, abramos más blogs, más cuentas de correos, unámonos borrando nuestras pistas, pero no nos quedemos callados: la libertad de expresión es nuestro propio Dios intocable.