10.11.06

No pude evitarlo y me tomé la libertad de copiar un memorable comentario anónimo, publicado hace unos días en este sitio, para hacerlo aparecer como una entrada en sí misma:

"Lo más triste fue devolverle su taza"

"En mi casa (cuarto) sólo tenía una y durante dos meses nos la turnamos. Un día de invierno llegué con un regalito, una taza azul; así lo hice propietario de una taza y de un lugarcito en mi despensa. Pasó el tiempo y llegamos a tener hasta tres despensas y tres piezas.
Cuando él fue a buscar sus petenencias, le dejé todas sus cosas envueltas con cuidado en un cartón (entre ellas un computador, una cadenita, sus pantalones, sus camisas...); metí todo, hasta los lápices que nunca utilizo, menos la tacita azul. Le hubiese dado una vajilla entera menos la taza.
Él no dejó de remarcarlo y me la reclamó. Yo le dije la verdad: que se había roto."

4.11.06

Al poco tiempo acompañé a Miguel de vuelta al viejo edificio de piedra. Fuimos a escuchar la lectura del testamento del último suicida. Más crudos que circunspectos, los presentes no esperaban grandes sorpresas. Sin embargo hubo algunas. De la gran fortuna que el ahora occiso logró amasar en bonos de la ilusión universal, los herederos no verían ni un solo cinco. De hecho, dijo el administrador del difunto, tal fortuna había sido adquirida gracias a sucios manejos de las ganancias del suicida, y existía más en el papel que en la realidad. Fue un duro golpe para los supuestos beneficiarios de la herencia, quienes esperaban poder guardar al menos un poco de la tan comentada fortuna. Pero no era todo. El mismo administrador destapó en seguida la existencia, largamente ocultada, de pasivos enormes en letras de hábito y costumbre, sentimiento de pertenencia y hogar, así como de dependencia físico-espacial, que se repartieron por igual entre ambos herederos aún cuando no faltaron los reclamos. La peor parte estaba reservada para el final. Luego de la decepcionante repartición de bienes, que se revelaron más bien magros, vino la cláusula de despojo de ese último recurso de los dolientes: los buenos recuerdos. Mediante una fórmula inmediata e infalible, los haberes de memorias felices, que ya se contaban como intocables en las cuentas personales de los herederos, fueron trocados en dudas y sospechas, en irresolubles mezclas de sórdidas evocaciones que nadie, o al menos ninguno de nosotros, habíamos sospechado. Era la cláusula de la verdad desnuda, y su aplicación tuvo carácter de irrevocable. Al salir del edificio, y mientras miraba el punto en que el difunto había dejado los dientes, Miguel dijo con voz serena y apagada: “hijo de su p…, loco!”

2.11.06

Día de muertos

Poco después de la muerte del vecino del sexto piso*, el vecindario fue testigo de una nueva defenestración. Un mediodía ordinario, callado de cotidianeidad, en calzones y oloroso a pasta en cocción, el amor abrió la ventana y se arrojó de cabeza sobre el pavimento. No previno a nadie, no gritó al caer. Nadie supo si el miedo lo invadió antes del impacto. Se hizo pedazos ante todos, dejando ver su forma desnuda y vulnerable. Su cuerpo, escurridizo en vida, fue sobre la mugre de la realidad un despojo como otros tantos. Los vecinos comentaban, rodeando el cadáver aún fresco, que se le había visto taciturno y feo, rondando con paso lento el edificio antes de volver a casa. Algunos creyeron ver en la expresión de su rostro un alivio infinito. Otros leyeron su propia desgracia y lloraron desconsolados, sin atreverse a tocar aquellos brazos extendidos sobre el suelo, las palmas abiertas hacia abajo, como queriendo abrazar al mundo. Ellos (¿Sus progenitores? ¿Sus autores? ¿Sus damnificados?), en mínimo cortejo fúnebre, llevaron sus restos hasta el cementerio más poblado. Recorrieron con calma el mar de tumbas hasta encontrar un montículo cubierto de hojas, un espacio libre entre los muertos. Ahí se postraron, limpiaron de ramas y frutos secos la tierra amarillenta. Sobre ella dibujaron una cruz, y junto a ésta escribieron sus iniciales. Adornaron la cripta con racimos de hongos color miel. Entonces la historia se detuvo, se dio media vuelta y emprendió el camino de regreso, silenciosa bajo el viento y la lluvia amarilla del otoño. Ellos lloraron, pero sus lágrimas corrieron hacia adentro. La última mirada que se dirigieron, al despedirse por última vez en la salida del panteón, tenía la nostalgia de un mar pequeño y atormentado, preso e intranquilo para siempre.

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