25.7.07

Mi casa natal se encuentra en una colonia construida sobre los restos de enormes huertos de mango. Desde el patio podíamos ver, cuando niños, la calle de atrás y la siguiente, con sus escasos carros cruzando tras los lotes baldíos y sus matorrales resecos. Montados en cocodrilos sobre ruedas, pedaléabamos explorando los terrenos de los vecinos, a los cuales teníamos acceso libre pues nada los separaba unos de otros. Desde nuestra calle se veía, al fondo, la avenida Sinaloa, pequeña en comparación con la otra, la Doctor Mora, perpendicular a la anterior y conexión principal de la colonia con el centro de la ciudad, pero buena opción para las tardes en que bajábamos mangos a pedradas. Estaba en ese entonces la avenida Sinaloa oscura y llena de casas extensas, y su único interés era que conectaba, en el fondo insondable, con el malecón que sigue al río.
Hoy su aspecto es muy distinto. Se la ve más despejada y luminosa, no por el alumbrado público, que sigue siendo deficiente, sino por los minisuper, taquerías, sushis, bares y cafés, boutiques, panaderías, anuncios luminosos y autolavados. El crecimiento de la ciudad hizo de la colonia una zona céntrica y era normal que sus ejes princpales, como la avenida Doctor Mora, sufrieran cambios ante el incremento del tráfico. Pero la actividad en la Sinaloa tiene otros motivos: en unos cuantos años se convirtió, a saber por qué, en un centro de diversiones para jóvenes muy impetuosos y lo suficientemente bien protegidos como para hacer lo que se les venga en gana. Y no se trata de una figura retórica: hacen literalmente lo que se les viene en gana. La imagen se ha hecho común: desfile de carros ridículamente caros en el atestado boulevard las noches de viernes y sábados; arrancones para medir máquinas; violación de todas las leyes de tránsito existentes; instalación de bandas musicales en mitad de los retornos, para escuchar con más tranquilidad con los carros estacionados, en sitios prohibidos, por supuesto; amenazas a conductores, peatones y agentes de policía que se atreven a reclamar ante conductas prepotentes, y otras lindezas por el estilo.
Huelga decir el hartazgo de los vecinos. Muchos de ellos decidieron mudarse y ceder sus casas a cualquier tipo de negocio que sea lo bastante intrépido para instalarse ahí, aunque algunos de éstos, en especial restaurantes, han comenzado a su vez a mudarse a otros boulevares. Fuera de estos juniors, que no visitan el boulevard precisamente para deleitarse con la oferta gastronómica, cada vez menos gente se atreve a poner el pie ahí.
Además de la necesidad de trazar nuevas rutas para acceder al oriente de la ciudad durante las tardes del fin de semana, y de la incómoda, pero sobre todo inútil y patética presencia de numerosas patrullas de policía en la zona (más de una vez ha quedado de manifiesto que la presencia policíaca busca más proteger a algunos de esos juniors que vigilarlos), los habitantes del barrio que no vivimos en las inmediaciones de la avendia Sinaloa debemos soportar el constante paso de estos mismos vehículos, que como endemoniados cruzan las calles del interior de la colonia para acceder o salir del nudo vehicular que constituye en centro de la fiesta.
La muy tradicional costumbre de sentarse frente a la puerta de su casa, a tomar unas cervezas frías cuando la noche hace bajar el calor en la calle, se ha convertido en un acto de temeridad. Apenas hace tres noches, mientras en compañía del Niñón, el ATA y el Bimbo disfrutábamos de unas heladas, una serie de ráfagas de armas de fuego, provenientes de nuestra querida avenida Sinaloa, nos convidó a levantar el changarro antes de lo planeado.
En su paso de ingorada avenida de mangos cargados, hace unos años, a la pista de la impunidad y del ridículo policíaco que es ahora, la avenida Sinaloa resume la historia reciente de su ciudad y de su estado. Con nuestra transformación de vecinos que se encontraban al anochecer a compartir unas cervezas frente a sus casas, a legión de topos que asoman ocasionalmente la cabeza al exterior con la esperanza de que los tiros hayan cesado, resumimos la desgracia de nuestra cultura y la miseria de nuestra condición.

27.5.07

Anoche fue presentado, en el Instituto Cervantes de París, el cuentario Objetos Encontrados (Castalia, 2007), de nuestro compañero y amigo Marcos Eymar, ganador del premio Tiflos 2007 en la categoría de cuento. En la mesa se lucieron Martín Solares y Jorge Harmodio, a quienes tuve el honor de acompañar. El público lo formaban el Taller de París y demás amigos y amantes de la literatura que nos acompañaron. Aquí el texto que me atreví a leer sobre la obra:

Quien busca objeta, o pequeña guía de minucias capitales. "Objetos encontrados", de Marcos Eymar

Fue en una escena digna de una de sus ficciones que Marcos Eymar me pidió, a mí, un compañero de taller literario, que presentara su libro. Como en uno de los textos que se incluyen en la obra que hoy nos convoca, el ritmo del relato que nos narraba permaneció inalterable, la voz narrativa ocultaba maliciosamente, tras una fría serie de cervezas, el momento impensable en que un personaje, ingenuamente instalado en su cotidianidad, sufriría el apenas perceptible influjo de una existencia paralela que alteraría la suya tal vez de forma definitiva.
Imaginemos la escena: Un tallerista A está sentado ante su copa ya casi vacía, en algún bar cercano a la calle San Denís, pensando en la forma de desanudar un texto inconcluso. Junto a él, el tallerista B rumia en secreto la nostalgia de seguir corrigiendo un manuscrito, ahora arrebatado de sus manos por un prestigioso premio literario, en uno de esos acontecimientos del mundo real que la prosa de Eymar narra con frases esbeltas y precisas. Entonces tallerista B se gira y, como si se tratara de un evento predicho desde tiempos inmemoriales, pide a tallerista A que presente su publicación.
Tallerista A parece en un principio confundido; termina su cerveza y acepta la invitación antes de pedir un nuevo trago para brindar por el momento; se da cuenta entonces, entre el tintineo de los vasos, que algo más grande que la suma de dos talleristas ha sobrevolado sus cabezas esa noche.
Es la realidad, tal como la entienden los cuentos de Marcos Eymar: cruces de destinos en apariencia sin rumbo, o acontecimientos con máscara de azar descubiertos en flagrante delito de cotidianidad que se convierten, en manos de Marcos, en fuente de material altamente literario.
Objetos encontrados es el primer volumen de cuentos publicado por nuestro compañero Eymar. En él se incluyen trece relatos, todos ellos de envidiable factura, todos ellos hechos de esa materia que Eymar obtiene, en un acto digno del mago que aparece en la solapa de su libro, al transformar lo repetido en único, lo accesorio en esencia, lo encontrado en búsqueda.
Las historias transcurren como una caminata sin rumbo en las calles de una ciudad de altos edificios, parques frondosos y luz minuciosa. Los narradores marchan apoyando con firmeza los pies sobre el suelo, los ojos muy abiertos y el pecho inflamado, en un extraño estado de calma excitación que ritma impecablemente las frases. Tanto, que uno tiene la impresión de que si deja de leer, el mundo se detendrá.
Se diría que en los universos eymarianos la luz tiene peso. Durante sus paseos citadinos a pie o en bicicleta, en sus desvaríos en tren o auto por el campo, la voz narrativa avanza con la mirada dirigida hacia abajo, hacia lo terrenal. Recuenta así en su transcurrir el contingente accesorio que queda atrás con la ilusión del movimiento: reportes meteorológicos, contenedores de basura, el correo publicitario en un buzón, un hombre que tararea O sole mío montado en su bicicleta.
Conforme avanza en su caminata, sin embargo, la voz del narrador eleva su mirada y termina por encarar directamente el cielo, en una suerte de catapulta que lanza hacia el mundo visible todo aquello que se sedimenta en el fondo de la existencia atolondrada de los personajes.
Lo cotidiano, lo rutinario, todo aquello que nos parece demasiado pequeño para pensarlo, como los objetos que olvidamos en el vagón de un tren, o las llaves que buscamos entre los cojines mientras las apretamos en nuestra propia mano, son la ruta a través de la cual la vida real es elevada a la categoría de vida soñada, lo banal se vuelve importante y lo accidental, ineludible.
En Las semillas extrañas, el relato que abre el libro, un doctorando busca, en sus largas sesiones de biblioteca, evadir la exigencia científica de su trabajo y encontrar la escencia de la locura del escritor Guy Michel, mientras que sobre el cristal que lo separa del mundo, el muro de la biblioteca, insistentes pájaros, discretos émulos de Michel, repiten el único acto heroico del que fue capaz el poeta: elevarse sobre el mundo y romperse la cabeza contra la pretensión humana de abarcarlo todo.
En El hombre del tiempo, el reporte meteorológico es hermanado a la autoridad suprema del Tiempo, con mayúscula. El hombre que anuncia las condiciones metorológicas termina, sin darse cuenta, regulando la velocidad con que el paso de los días y las semanas atormentan a un clandestino latinoamericano, refugiado una gran ciudad española, hasta hacerlo capitular en su intento por huir del pasado.
La última vuelta, texto de exquisita factura, narra el conmovedor regreso de un hombre maduro a la ciudad en donde vivió muchos años con su mujer. La embriaguez de la vida citadina y la espera ante trámites administrativos lo guían en silencio hasta el encuentro con una parte extraviada de su propia vida, perdida en las tediosas profundidades de un armario.
Para Eymar, en lo banal y rutinario cabe lo excepcional, lo impensable, la locura. Cuando ésta se apodera del universo eymariano, lo hace a través de esa misma voz, tersa y sensible, clara como la noche que nos deja ver el infinito. El lector, quien se creía a salvo en el interior de su pequeño refugio hecho de frases impecables, percibe con inquietud el huracán que se abalanza sobre él y hace temblar las delgadas paredes que lo resguardaban.
Textos como Cinta roja, Gale, o Ruleta musa, nos muestran a personajes periféricos, místicos o renegados, a través de una mirada que parece al principio querer traducir a un lenguaje terrenal los universos soñados o intuidos, para revelarse después incapaz de contener el embate de lo narrado. El misterio se cuenta a sí mismo a través de una mirada terrestre que renuncia a ser ventana para asumirse víctima y dejarse transformar por el misterio que la motiva.
Lo primero que leí cuando Marcos me entregó, aquella misma noche, un ejemplar de su libro, fue la doble dedicatoria con que abre. Una de ellas es de pertinencia incuestionable. La otra va para el Taller de París, por, dice Eymar, las "palabras tachadas". Después de leer el resultado final, sé que ni tantas fueron las palabras, ni tan certeros los tachones.
Marcos pretende que el paso de estos textos por el taller dejó tras de ellos una estela de románticas negociaciones literarias, un heróico enfrentamiento grupal contra el texto oscuro y las frases hechas, contra la sentencia demasiado larga o la rima interna; no lo veo así, si de algo sirvió nuestra atónita lectura de aquellas tardes, fue para confirmar en la prosa de Marcos el estilo seguro y confiado del que siempre ha hecho gala. Un taller se funda en cierta promiscuidad literaria que da a luz inevitablemente algunas historias con cola de cerdo. Marcos logró conjurar el riesgo.
Y si nuestra intervención en verdad dejó atrás fragmentos de su obra, aunque sean sólo algunas palabras, propongo recogerlas y agruparlas en una antología, que se puede publicar junto al tomo que ahora presentamos, y que podría llevar por título, junto al de Objetos encontrados, el de Encuentros Objetados.
Al releer los textos incluidos el cuentario de Marcos, que en su mayoría leí en las sesiones del taller, cuando ya eran lo que son pero no tenían la fijeza y la circunspección editorial que muestran ahora, encontré en la vecindad de los relatos nuevas razones para seguir pidiendo a su autor nuevos cuentos, y para seguirlo llamando con cariño, el "maestro" Eymar.

20.4.07

Messi wikificó a Maradona. El huiqui está en todas partes.


19.4.07

Rutina Zen

Imaginen que por una semana deben organizar su día a contracorriente con el mundo: despertar a alrededor de las tres de la tarde, no por la insistencia de un despertador sino por la sensación de que la vida llama a la puerta; intentar en vano dormir un poco más, pues aún el cansancio duele en las extremidades; salir de cama con resignación y tomar un desayuno que nunca se sabe si debe ser leve o prolijo; tratar de escribir un poco contra la luz que pierde beligerancia; intentar aprovechar los últimos minutos del horario de oficinas para atender asuntos administrativos; tras lograr poco o nada en el apartado anterior, dudar entre salir y por fin ver un rostro amigo o atender las ocupaciones domésticas; por fin no aguantar más y salir a la calle, que se llena de gente que vuelve a casa, y unirse hambriento a gente que ya comió, o llegar satisfecho a una cena extrañada; comenzar apenas a sentirse calentito cuando el reloj marca la hora de partir; llegar a media noche frente a esa computadora y permanecer ahí siete horas, solo con un teclado y una conexión directa a todo el mundo menos a su propia ciudad; permanecer así hasta las siete de la mañana; salir a la calle y ver rostros blancos y húmedos; llegar a casa cuando ya no hay nadie, cenar viendo el amanecer; ajustar la cobija emergente contra la ventana para que no deje colarse ni un rayo de mundo, oculte lo mejor posible el barullo del hombre que quiere escabullirse como una cucaracha hasta la cama; meterse bajo las sábanas y cerrar los ojos; disfrutar, como todo el mundo, de un merecido sueño; abrir los ojos sin necesidad de despertador...

13.4.07

Ofrenda Huiqui

Emocionado por la publicación del Manifiesto de la Literatura Huiqui, quiero sumarme a la celebración con el siguiente huiquitexto:



levítico.moisés.gastón_lhe.wiki


Llamó a Moisés y le pidió que se sentara en una banca de madera, hecha del tronco de un árbol caído frente a la entrada de la propiedad.

- Ahora que tienes lo que buscabas, muéstrate agradecido y no falles. Haz lo que se te ha dicho. Dile a tu gente que esperamos ver muestras de fidelidad.

Moisés afirmó en silencio.

- Ve y diles que tengan cuidado con lo que hacen. El Señor es bondadoso pero castiga a quienes no se muestran a la altura. ¿Me entiendes?

- Perfectamente, Señor -, dijo Moisés y dio una larga fumada a su cigarro.

- Diles que si alguno de ustedes falla de manera involuntaria, el Señor hará que lo traigan a punta de cuerno de chivo, lo llevarán al patio donde está la noria y ahí le agujerarán las tripas. Luego lo colgarán de la boca del pozo para que se desangre, y para que los zopilotes se lo coman desde las patas, espectáculo que gusta al Señor.

Moisés esta vez no habló, ni afirmó. Dio a entender que comprendía con un brillo tímido en los ojos, mientras su cigarro se consumía lentamente.

- Si alguno de ustedes falla a propósito, o por imbécil, se le hará traer a punta de cuerno de chivo y será llevado al patio de la noria. Le serán arrancadas las uñas de pies y manos, y la piel de la cara a jirones para darlas de comer a los gallinazos frente sus ojos pelones. Luego será colgado de la boca del pozo para que se desangre y los zopilotes de lo coman desde la planta de los pies, porque al Señor le gusta ver por su ventana las parvadas carroñeras bajando día y noche desde el cielo ardiente.

Moisés pasó saliva y tuve el coraje de afirmar con la cabeza de manera casi imperceptible. Pensaba en por qué tenían que haberlo enviado a él, a que le detallaran las horribles venganzas que sufriría en caso de que el acuerdo entre sus jefes no funcionara.

- Si alguno de ustedes me roba parte de la mercancía, o intenta entregarme, o me quiere ver la cara de pendejo de alguna manera, a punto de cuerno de chivo será traído hasta aquí junto con sus compinches, y las madres, hermanas e hijas de cada uno de ellos. Serán todos llevados al patio de la noria, amarrados y puestos a salar al sol durante dos días enteros, antes de abrirles las tripas para embarrar la piedra del pozo y llamar a los zopilotes, que vendrán a comérselos poco a poco comenzando por el ombligo, para que el Señor pueda ver ese espectáculo que tanto le gusta durante varios días con sus noches. ¿Estás entendiendo, Moisés? Y además, iremos a buscar sus casas, y les prenderemos fuego…

Moisés pensaba que debió hacer caso a su madre y quedarse en el rancho ayudando a su padre con el tractor. Quería salir de ahí cuanto antes, pero el Señor no dejaba de mirarlo con esos ojos que parecían garras de cuervo, encabronados desde ahora a pesar de que acababan de firmar un acuerdo importante. Alrededor de ellos, en la amplia finca callada y verde, un ejército disimulado entre los muros y autos vigilaba la conversación.

- … y a los traidores, luego de que los hayan desangrado los zopilotes, les cortaremos la cabeza y la arrojaremos junto con un mensaje al interior de alguna comisaría, o de un restaurante donde esté comiendo el hijo de puta que los sobornó, y traeremos después a todos los del bando contrario hasta la noria, para colgarlos vivos de las patas y que se los coman los zopi…

- Sí, Señor, esa parte ya me la explicó, entiendo perfecta…

- ¡Cállese el hocico y déjeme hablar! ¿O qué, no quiere regresar vivo con su gente y darles la buena noticia?

Estas son las instrucciones que dio el Señor al pobre campesino Moisés, para que las llevara a sus colegas, sobre la banca hecha de un tronco caído a la entrada de la finca más protegida del país.

15.3.07



Ayer se presentó, en la casa Refugio de la calle Citlaltépetl, en la colonia Condesa de la ciudad de México, la estupenda novela de Martín Solares, Los minutos negros (Mondadori, 2006). Los presentadores fueron Juan Villoro, Jorge Volpi y José Agustín. Aunque no pude estar presente en el evento, lo celebré cual se debe en compañía de otros colegas y admiradores del autor, por cuyo avenir y pronto regreso brindamos acaloradamente. ¡Salud!

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Por otra parte, repongo aquí un fragmento de relato que se me traspaginó y que me fue reclamado:

- Tómelo – dije, con la misma calma con que él se había dirigido a mí.

El hombre alargó la mano libre y tomó los billetes que esperaban con medio cuerpo en la ranura del cajero. Se los llevó frente al rostro y, abriéndolos en abanico entre los dedos con el gesto teatral de una bailarina de flamenco, los contó.

- ¿Es todo? – preguntó.

- Sí.

Metió los billetes en un bolsillo y, con el mismo paso de rengo con que se me acercó en un principio, se alejó del lugar con dirección a la entrada del metro. Lo miré avanzar mientras se llevaba la mano con el cutter al bolsillo del abrigo. Lo seguí durante algunos metros, pero cuando se dio cuenta de ello giró por un pasadizo estrecho, por entre una serie de contenedores instalados ahí por el municipio, rumbo a la zona de calles angostas y poco transitadas del barrio.

Por la avenida se acercaba una patrulla de la policía. Yo pensé en David Lynch, en la fila de gente que en ese momento se revolvía de impaciencia y frío en espera de poder entrar a la sala del cine. La calma no peleó el lugar en mi ánimo a una cierta indignación ante lo que acababa de ocurrir. Pero sobre todo, fue la imagen de mí mismo sentado ante las escenas incomprensibles que me esperaban, sin dinero e indigesto de resignación, lo que me empujó a lanzarme en el – en ese momento estaba persuadido de ello – inútil y engorroso episodio que se avecinaba.

Alcé la mano de pie sobre la acera. La patrulla se detuvo.



10.3.07

Fuera de Francia, la policía francesa tiene fama de eficaz. En el interior, tiene fama de ser prepotente y altanera. Luego de mi experiencia reciente, no puedo desmentir ninguna de las dos reputaciones. Seis días después de haberme presentado en la comisaría a denunciar un asalto con arma blanca, un agente me llama y me deja un recado en mi teléfono. Tienen a un sospechoso que coincide con la descripción que hice y que actúa según un método parecido al de mi agresor. Sí, le agradecemos su colaboración, y ahora es importante que venga a identificarlo. Le dije que pasaría esa misma noche y así lo hice. Pero en la recepción de la comisaría nadie estaba enterado que yo debía presentarme a identificar a un sospechoso. Vuelva mañana durante el día y hable con la persona que lo contactó por teléfono, me dijeron. A la mañana siguiente, a las nueve con cinco minutos, me llama el mismo agente del día anterior

- ¿Qué pasó? - me preguntó secamente luego de anunciarme su nombre.

- Pues no sé – contesté –, fui a la comisaría y nadie me supo dar información.

- Me acaban de decir mis colegas que usted no se presentó.

- Pues me habrán atendido otros…

- No. No me diga que vino porque no es verdad. Si usted no se toma en serio este asunto, no debió presentar su denuncia en un principio. Y si me dice que va a venir…

Tomó un largo intercambio de acusaciones y desmentidos antes de que nos diéramos cuenta de que lo que en realidad sucedió fue que yo me presenté a la comisaría del segundo distrito, mientras que el agente me llamaba desde el distrito número doce. De nada sirvió verificarlo, porque ante el agente la culpa seguía siendo mía. En eso se parecía a los policías mexicanos (al menos a los que he conocido). El error nunca es suyo. El error no puede ser suyo. Con todo, me presenté algunas horas después en la comisaría del doceavo distrito, convencido de que era mi deber terminar con ese asunto. Para mi suerte, no me atendió el agente infalible, sino una oficial con acento sureño. Durante el tiempo que llevó el proceso de identificación y levantamiento de la denuncia formal (el detenido era, en efecto, el mismo que me había robado), me agradeció en varias ocasiones mi presencia y colaboración. Al final, puso a mi disposición una serie de números de teléfono a los que podría llamar en caso de necesitar apoyo psicológico por la violencia sufrida, para pedir información sobre el desarrollo del caso, en caso de necesitar asesoría jurídica, etc. Cuando me acompañó a la puerta de salida, me agradeció una vez más y volvió, el rostro sonriente y orgulloso, a su puesto. Nunca he logrado llegar hasta este punto del proceso en los casos en que he sido víctima de un delito en México, de manera que no podría hacer una comparación objetiva. Pero tengo la sensación de que la experiencia debe ser muy distinta. De pie bajo la lluvia, bajo las frías letras que anuncian la sede de la policía en el bulevar Daumesnil, me di cuenta de que seguí hasta ese punto más por curiosidad hacia el funcionamiento del método policiaco, que por responsabilidad civil o reales deseos de llevar a mi agresor tras las rejas.

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Nuestro estimado colega, compañero del taller literario, el "maestro" Marcos Eymar, obtuvo merecidamente el premio Tiflos de libro de cuentos por su estupenda obra Objetos encontrados. Un abrazo y mis más sinceras felicitaciones por esta alegre noticia. ¡Enhorabuena!

6.3.07

La oficial me dijo tome asiento, y me coloqué frente a la pantalla de una computadora. Ella dijo:
- Vamos a comenzar con una descripción, ¿qué tipo de fisonomía tenía el hombre?
Lo hemos escuchado, visto en las películas o leído en novelas policiacas, pero cuando uno lo vive en carne propia se da cuenta de que no es nada fácil describir, detalle por detalle, el rostro y cuerpo de una persona a la que sólo se vio por unos segundos y con los sentidos alterados por la rabia, el miedo o la indignación, o todos ellos juntos.
- Pues, era grande...
- ¿Tipo europeo, caucásico, mediterráneo, surafricano...?
- Pues, verá...
Agente experimentada, la mujer - tipo surafricano, grandes labios y cachetes carnosos, ojos negros y aburridos - no tardó en darse cuenta de que yo no tenía idea de cómo describir a mi atacante. Cuando al final dije "europeo", la oficial marcó, en el programa de la computadora, además del indicado, los tipos caucásico y mediterráneo.
Otros rubros, más o menos complicados, se sucedieron: ¿cara cuadrada, redonda, oval, rectangular?, ¿nariz aguileña, respingona, chata?, ¿ojos, cejas, cabello, bigote, berrugas, piel, barbilla...?
Luego de algunos minutos y bastante confusión, el sistema reunió en un listado las fotos de personas que, según su base de datos, correspondían a los datos que le dí. La agente me pidió que las mirara con atención y le dijera si identificaba al agresor.
Viendo aquella larga lista de rostros, parecidos hasta cierto punto pero a la vez completamente distintos unos de otros, comencé a sentir el mismo mareo que me invadió la noche del asalto, ya a salvo y frente a la pantalla del cine, a mitad de la película de Lynch que no quise perderme a causa de un asalto.
En Inland Empire, uno de los elementos que ayudan a crear el clima de aturdimiento - además de las tres horas inmisericordes que dura el filme - es la omnipresencia del rostro de Laura Dern, encarnando con versatilidad impactante a varios personajes, o las varias vidas de un posible único personaje.
Cuando observaba la foto número setenta comencé a creer que toda esa caterva de agresores en potencia eran un mismo rostro en diferentes situaciones, un mismo Lauro Dern acusado por distintas víctimas de cometer delitos varios. ¿O era tal vez como en Palíndromas, de Todd Solondz, aquella otra película perturbadora en la que diferentes actrices representan al mismo personaje a lo largo de una misma historia, dejando al espectador al borde primero de la nausea, y de la histeria después? ¿Todos esos rostros, de tipo caucásico y nariz recta, de piel blanca y labios pequeños, todos a un metro ochenta del suelo, no eran las distintas caras de un mismo agresor universal, inalcanzable y ubicuo, escurridizo e incomprensible como Lynch o Solondz?
No supe cuántas fotografías vi. No supe cuántos de aquellos rostros eran el mismo que el anterior o si eran diferentes entre ellos, del de la agente o del mío mismo.
-¿Entonces...?
- Preguntó ella.
- No, le dije. No es ninguno de ellos.

1.3.07

Salí a eso de las 20:35. Bajé los tres pisos y me precipité por la doble puerta hacia la calle Plaza de la Bolsa. La agitación que priva ahí durante el día había desaparecido. Las calles estaban húmedas y silenciosas. El asfalto brillaba bajo el abundante alumbrado público. Tenía media hora para llegar desde el barrio de negocios al cine del bulevar San Germán, donde me esperaba un grupo de entusiastas de David Lynch. Veríamos su nueva película. ¿Qué nuevas pesadillas nos heredaría esta vez?
Frente al edificio de la Bolsa están las sucursales de dos bancos. Me acerqué a la primera, del banco BNP, que está en la esquina de la calle Viviana y la calle de la Bolsa. Introduje mi tarjeta en uno de los tres cajeros automáticos que dan sobre la calle Viviana, que cruza frente a la fachada de la antigua sede bursátil y continúa estrechamente hacia los Grandes Bulevares. Cuando la máquina contaba discretamente los billetes que debía entregarme, vi por el rabillo del ojo a un hombre acercarse a pie, desde la calle San Marco, y aproximarse decididamente hasta quedar a mi lado. Tocando mi hombro con su hombro izquierdo, me mostró el cutter que sostenía en la mano derecha. "Anda, dame tu dinero", me dijo con voz serena y grave.
El individuo era grande, más bien un poco corpulento. Cojeaba un poco al caminar y al hacerlo se ayudaba con un bastón. En su mano blanca y callosa sostenía un cutter viejo, con la hoja oxidada saliendo del mango de plástico amarillo. Su rostro estaba cerca del mío, como si buscara leer sobre la pantalla del cajero. En ese momento la ranura de entrega de billetes emitió un sonido eléctrico, como de un pequeño motor. La cubierta metálica comenzó a levantarse. Yo miraba alternadamente la mano con el cutter y la ranura por donde en cualquier momento asomaría el dinero. La mano tranquila, serena; el cutter de hoja larga y flexible, débil pero oxidada; el aliento del hombre que parecía estar sobrio y no tener prisa. Un bastón que lo ayudaba a caminar. ¿Sería capaz de sostenerse de pie sin él? Esa hoja oxidada y temblorosa, ¿tendría aún suficiente firmeza y filo para ser una amenaza?
En la esquina había un café del que salían voces. Algunos autos transitaban por la avenida Plaza de la Bolsa, indiferentes. Nadie circulaba sobre la acera en que el hombre y yo mirábamos hacia el tablero de la máquina.
Un billete de 20 euros y dos de 10 se asomaron apenas por la ranura, en espera de que yo tirara de ellos para extraerlos por completo. Sin mirar al hombre a la cara, y casi extrañado por no sentir miedo, abrí la boca y dije...

27.2.07

De lo sublime a lo ridículo

Después de haber hecho historia al lograr nominaciones y premios en los principales festivales de cine a nivel mundial, entre ellas las recientes siete nominaciones para los Oscar, incluyendo mejor dirección, mejor guión y mejor película, dos de los principales creadores de la película Babel celebraron ofreciéndonos a todos un vergonzoso espectáculo. Desde hace algunas semanas la prensa ha señalado el fin de la colaboración entre González Iñárritu, director, y Guillermo Arriaga, guionista, luego de haber dado origen a tres, a mi gusto, excelentes películas: Amores Perros, 21 gramos y Babel. La causa: diferencias en la concepción de lo que es la autoría de una película. Ambos se acusan de pretender asignarse un mérito mayor al que tienen en la creación de la trilogía, y han reconocido que sus desavenencias son tales que ya no trabajarán más juntos. Arriaga denuncia, además, en una entrevista publicada por la revista Chilango, que el director lo aisló durante el rodaje de Babel, cuyo guión no respetó por completo al final. González Iñárritu contestó enviando una carta, un día después de la entrega de los Oscar, en la que lo acusa de no saber trabajar en equipo. ¿Qué sigue? ¿Ir a darse de cachetadas en un programa al estilo Cristina? ¿Qué quieren? ¿Para eso querían ser nominados al Oscar? ¿Para aprovechar los reflectores y dar a conocer sus reacciones marca telenovela mexicana? Detrás del desacuerdo existe un problema legítimo. ¿A quién, y en qué proporción, pertenece la autoría de una película? En esto, para colmo, director y guionista están de acuerdo. El cine es un arte que se hace en equipo, y el crédito es de todos. Pero igual se acusan como comadres. El escritor, porque a Iñárritu se le escucha hablar de las películas como "mi trilogía". Y el director, porque Arriaga pugna por un mayor reconocimiento del rol del guionista (y otros que participan en la realización de una película) en la indicación de los créditos. Al final, la falta de elegancia reside en dejarse arrastrar por la intención mediática de ver el brillo de tanto reconocimiento mancharse de sangre o, al menos, de tinta malsana. Dos creadores de esa talla merecen la capacidad de conducirse con más porte. En lo personal me quedo, si hay que tomar partido, con la declaración hecha por Arriaga al enterarse de la carta de Iñárritu: "Mi postura es similar a la del Congreso de Guionistas que se celebró estos días en Europa, que reivindica el trabajo de los escritores para que en los créditos no aparezca: ´Una película de...´, sino dirigida por, fotografiada por, escrita por... Una película es de todos y no tenemos por qué reducirla al crédito ´una película de...´." Excelente respuesta, embarrada luego por un comentario que podría haber salido de una novela de Ernesto Alonso, actuada por Ageliquitita Vale: "Alejandro nunca dice; ´Nuestra trilogía´, sino ´mi trilogía´."

21.2.07

Dentro de 200 años no habrá más rubias. Lo dijeron los científicos. Descubrieron que el cabello rubio es consecuencia de un defecto genético aparecido en algún momento de la cadena evolutiva, y éste tiende a desaparecer. ¿Cómo? Cada vez menos personas rubias transmiten a sus descendientes lo que se puede llamar el “gen güero”. Así que de aquí a 200 años no más Marilyn Monroes, no más Brigitte Bardots ni Paris Hiltons. Tampoco habrá rubios, claro, pero ¿a quién le importa? No más Brad Pitts. No más Kurt Cobains (¿Nirvana sería lo mismo si Cobain hubiera sido menos rubio?) El único lugar en donde los rubios persistirán será en México, en donde todo lo que no tiene color de llanta es llamado por el genérico “güero”, y su femenino, “güera”, sobre todo si se le ve potencial consumidor. Continuaremos, entonces, comiendo cocteles de camarón en Mariscos el Güero, cantando corridos a los interminables Güeros de Badiraguato o negándonos cuando los uniformados nos pregunten: “¿Dónde escondiste la mota, güero?”. Por suerte (ni tanta, compadre, ni tanta), seguiremos también teniendo rubias, aunque sea a base de desteñidos. Pamelas Anderson, Paulinas y Niurkas, señores, nos quedan para rato.

16.2.07

Me refugié en la cueva de un mago, un científico loco, o un sabio alquimista y renegado. Sobre las paredes y estanterías, en lugar de cuadros y relojes, pantallitas y miniaturas que hacen fotos y videoconferencias a la vez, hay libros, libros y más libros. Alguna que otra olla gigante también, en las que no me he querido asomar por miedo a encontrar restos de... algo. Parece que los habitantes estarán ausentes por algún tiempo, y yo aprovecho las noches solitarias que envuelven la gruta de entrada a la cueva para colarme, recostarme en la cama con uno de los libros tomados al azar, y dormir al abrigo del frío, como un Ricitos de Ixtle Prieto citadino. Me mantengo alerta, sin embargo, a los pasos que de vez en cuando parecen acercarse a la entrada, no vaya a ser que me sorprendan recostado en su cama (ni dura ni blanda, pero sí un poco inclinada, como si fuera un diseño del Tío Chueco), perdido a mitad de una de esas irresistibles historias, y me metan en la olla gigante sin permitirme terminar el libro. Los dejo, no tengo tiempo que perder...

10.2.07

No ha sido fácil, pero al fin logro volver a este espacio. Atrás quedaron la lista de presentaciones del libro de Miguel, (Los Caimanes, editorial Almadía), los respectivos festejos, largos e intensos como las sesiones de trabajo que les precedieron, los aguachiles metafísicos para la cruda emocional del autor, con sus seises de cerveza tropical incluídos, así como las ollas de luz y calor del terruño, de los que tuve el cuidado de guardar un buen itacate. Miguel Tapia Alcaraz



Miguel, modesto como es, no estuvo de acuerdo con la idea de mencionar dicha gira de presentación aquí, pero lo hago de cualquier forma. Y no es que esté particularmente orgulloso del logro de nuestro amigo, pero su falsa modestia me exaspera, y además tiendo a contradecirlo, en especial en fechas recientes. ¿Será que ésto da muestras de una posible crisis en nuestra relación?

Retomo también el teclado por un sentido del deber ante la literatura: ha sido puesto en mis manos el destino de una historia, comenzada en un comentario de este blog, y cuya continuación fue ligada por el autor (¿autora?) a la publicación de más actualizaciones. Un saludo para el comentarista y quedamos en espera de la segunda parte.