15.3.07



Ayer se presentó, en la casa Refugio de la calle Citlaltépetl, en la colonia Condesa de la ciudad de México, la estupenda novela de Martín Solares, Los minutos negros (Mondadori, 2006). Los presentadores fueron Juan Villoro, Jorge Volpi y José Agustín. Aunque no pude estar presente en el evento, lo celebré cual se debe en compañía de otros colegas y admiradores del autor, por cuyo avenir y pronto regreso brindamos acaloradamente. ¡Salud!

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Por otra parte, repongo aquí un fragmento de relato que se me traspaginó y que me fue reclamado:

- Tómelo – dije, con la misma calma con que él se había dirigido a mí.

El hombre alargó la mano libre y tomó los billetes que esperaban con medio cuerpo en la ranura del cajero. Se los llevó frente al rostro y, abriéndolos en abanico entre los dedos con el gesto teatral de una bailarina de flamenco, los contó.

- ¿Es todo? – preguntó.

- Sí.

Metió los billetes en un bolsillo y, con el mismo paso de rengo con que se me acercó en un principio, se alejó del lugar con dirección a la entrada del metro. Lo miré avanzar mientras se llevaba la mano con el cutter al bolsillo del abrigo. Lo seguí durante algunos metros, pero cuando se dio cuenta de ello giró por un pasadizo estrecho, por entre una serie de contenedores instalados ahí por el municipio, rumbo a la zona de calles angostas y poco transitadas del barrio.

Por la avenida se acercaba una patrulla de la policía. Yo pensé en David Lynch, en la fila de gente que en ese momento se revolvía de impaciencia y frío en espera de poder entrar a la sala del cine. La calma no peleó el lugar en mi ánimo a una cierta indignación ante lo que acababa de ocurrir. Pero sobre todo, fue la imagen de mí mismo sentado ante las escenas incomprensibles que me esperaban, sin dinero e indigesto de resignación, lo que me empujó a lanzarme en el – en ese momento estaba persuadido de ello – inútil y engorroso episodio que se avecinaba.

Alcé la mano de pie sobre la acera. La patrulla se detuvo.



10.3.07

Fuera de Francia, la policía francesa tiene fama de eficaz. En el interior, tiene fama de ser prepotente y altanera. Luego de mi experiencia reciente, no puedo desmentir ninguna de las dos reputaciones. Seis días después de haberme presentado en la comisaría a denunciar un asalto con arma blanca, un agente me llama y me deja un recado en mi teléfono. Tienen a un sospechoso que coincide con la descripción que hice y que actúa según un método parecido al de mi agresor. Sí, le agradecemos su colaboración, y ahora es importante que venga a identificarlo. Le dije que pasaría esa misma noche y así lo hice. Pero en la recepción de la comisaría nadie estaba enterado que yo debía presentarme a identificar a un sospechoso. Vuelva mañana durante el día y hable con la persona que lo contactó por teléfono, me dijeron. A la mañana siguiente, a las nueve con cinco minutos, me llama el mismo agente del día anterior

- ¿Qué pasó? - me preguntó secamente luego de anunciarme su nombre.

- Pues no sé – contesté –, fui a la comisaría y nadie me supo dar información.

- Me acaban de decir mis colegas que usted no se presentó.

- Pues me habrán atendido otros…

- No. No me diga que vino porque no es verdad. Si usted no se toma en serio este asunto, no debió presentar su denuncia en un principio. Y si me dice que va a venir…

Tomó un largo intercambio de acusaciones y desmentidos antes de que nos diéramos cuenta de que lo que en realidad sucedió fue que yo me presenté a la comisaría del segundo distrito, mientras que el agente me llamaba desde el distrito número doce. De nada sirvió verificarlo, porque ante el agente la culpa seguía siendo mía. En eso se parecía a los policías mexicanos (al menos a los que he conocido). El error nunca es suyo. El error no puede ser suyo. Con todo, me presenté algunas horas después en la comisaría del doceavo distrito, convencido de que era mi deber terminar con ese asunto. Para mi suerte, no me atendió el agente infalible, sino una oficial con acento sureño. Durante el tiempo que llevó el proceso de identificación y levantamiento de la denuncia formal (el detenido era, en efecto, el mismo que me había robado), me agradeció en varias ocasiones mi presencia y colaboración. Al final, puso a mi disposición una serie de números de teléfono a los que podría llamar en caso de necesitar apoyo psicológico por la violencia sufrida, para pedir información sobre el desarrollo del caso, en caso de necesitar asesoría jurídica, etc. Cuando me acompañó a la puerta de salida, me agradeció una vez más y volvió, el rostro sonriente y orgulloso, a su puesto. Nunca he logrado llegar hasta este punto del proceso en los casos en que he sido víctima de un delito en México, de manera que no podría hacer una comparación objetiva. Pero tengo la sensación de que la experiencia debe ser muy distinta. De pie bajo la lluvia, bajo las frías letras que anuncian la sede de la policía en el bulevar Daumesnil, me di cuenta de que seguí hasta ese punto más por curiosidad hacia el funcionamiento del método policiaco, que por responsabilidad civil o reales deseos de llevar a mi agresor tras las rejas.

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Nuestro estimado colega, compañero del taller literario, el "maestro" Marcos Eymar, obtuvo merecidamente el premio Tiflos de libro de cuentos por su estupenda obra Objetos encontrados. Un abrazo y mis más sinceras felicitaciones por esta alegre noticia. ¡Enhorabuena!

6.3.07

La oficial me dijo tome asiento, y me coloqué frente a la pantalla de una computadora. Ella dijo:
- Vamos a comenzar con una descripción, ¿qué tipo de fisonomía tenía el hombre?
Lo hemos escuchado, visto en las películas o leído en novelas policiacas, pero cuando uno lo vive en carne propia se da cuenta de que no es nada fácil describir, detalle por detalle, el rostro y cuerpo de una persona a la que sólo se vio por unos segundos y con los sentidos alterados por la rabia, el miedo o la indignación, o todos ellos juntos.
- Pues, era grande...
- ¿Tipo europeo, caucásico, mediterráneo, surafricano...?
- Pues, verá...
Agente experimentada, la mujer - tipo surafricano, grandes labios y cachetes carnosos, ojos negros y aburridos - no tardó en darse cuenta de que yo no tenía idea de cómo describir a mi atacante. Cuando al final dije "europeo", la oficial marcó, en el programa de la computadora, además del indicado, los tipos caucásico y mediterráneo.
Otros rubros, más o menos complicados, se sucedieron: ¿cara cuadrada, redonda, oval, rectangular?, ¿nariz aguileña, respingona, chata?, ¿ojos, cejas, cabello, bigote, berrugas, piel, barbilla...?
Luego de algunos minutos y bastante confusión, el sistema reunió en un listado las fotos de personas que, según su base de datos, correspondían a los datos que le dí. La agente me pidió que las mirara con atención y le dijera si identificaba al agresor.
Viendo aquella larga lista de rostros, parecidos hasta cierto punto pero a la vez completamente distintos unos de otros, comencé a sentir el mismo mareo que me invadió la noche del asalto, ya a salvo y frente a la pantalla del cine, a mitad de la película de Lynch que no quise perderme a causa de un asalto.
En Inland Empire, uno de los elementos que ayudan a crear el clima de aturdimiento - además de las tres horas inmisericordes que dura el filme - es la omnipresencia del rostro de Laura Dern, encarnando con versatilidad impactante a varios personajes, o las varias vidas de un posible único personaje.
Cuando observaba la foto número setenta comencé a creer que toda esa caterva de agresores en potencia eran un mismo rostro en diferentes situaciones, un mismo Lauro Dern acusado por distintas víctimas de cometer delitos varios. ¿O era tal vez como en Palíndromas, de Todd Solondz, aquella otra película perturbadora en la que diferentes actrices representan al mismo personaje a lo largo de una misma historia, dejando al espectador al borde primero de la nausea, y de la histeria después? ¿Todos esos rostros, de tipo caucásico y nariz recta, de piel blanca y labios pequeños, todos a un metro ochenta del suelo, no eran las distintas caras de un mismo agresor universal, inalcanzable y ubicuo, escurridizo e incomprensible como Lynch o Solondz?
No supe cuántas fotografías vi. No supe cuántos de aquellos rostros eran el mismo que el anterior o si eran diferentes entre ellos, del de la agente o del mío mismo.
-¿Entonces...?
- Preguntó ella.
- No, le dije. No es ninguno de ellos.

1.3.07

Salí a eso de las 20:35. Bajé los tres pisos y me precipité por la doble puerta hacia la calle Plaza de la Bolsa. La agitación que priva ahí durante el día había desaparecido. Las calles estaban húmedas y silenciosas. El asfalto brillaba bajo el abundante alumbrado público. Tenía media hora para llegar desde el barrio de negocios al cine del bulevar San Germán, donde me esperaba un grupo de entusiastas de David Lynch. Veríamos su nueva película. ¿Qué nuevas pesadillas nos heredaría esta vez?
Frente al edificio de la Bolsa están las sucursales de dos bancos. Me acerqué a la primera, del banco BNP, que está en la esquina de la calle Viviana y la calle de la Bolsa. Introduje mi tarjeta en uno de los tres cajeros automáticos que dan sobre la calle Viviana, que cruza frente a la fachada de la antigua sede bursátil y continúa estrechamente hacia los Grandes Bulevares. Cuando la máquina contaba discretamente los billetes que debía entregarme, vi por el rabillo del ojo a un hombre acercarse a pie, desde la calle San Marco, y aproximarse decididamente hasta quedar a mi lado. Tocando mi hombro con su hombro izquierdo, me mostró el cutter que sostenía en la mano derecha. "Anda, dame tu dinero", me dijo con voz serena y grave.
El individuo era grande, más bien un poco corpulento. Cojeaba un poco al caminar y al hacerlo se ayudaba con un bastón. En su mano blanca y callosa sostenía un cutter viejo, con la hoja oxidada saliendo del mango de plástico amarillo. Su rostro estaba cerca del mío, como si buscara leer sobre la pantalla del cajero. En ese momento la ranura de entrega de billetes emitió un sonido eléctrico, como de un pequeño motor. La cubierta metálica comenzó a levantarse. Yo miraba alternadamente la mano con el cutter y la ranura por donde en cualquier momento asomaría el dinero. La mano tranquila, serena; el cutter de hoja larga y flexible, débil pero oxidada; el aliento del hombre que parecía estar sobrio y no tener prisa. Un bastón que lo ayudaba a caminar. ¿Sería capaz de sostenerse de pie sin él? Esa hoja oxidada y temblorosa, ¿tendría aún suficiente firmeza y filo para ser una amenaza?
En la esquina había un café del que salían voces. Algunos autos transitaban por la avenida Plaza de la Bolsa, indiferentes. Nadie circulaba sobre la acera en que el hombre y yo mirábamos hacia el tablero de la máquina.
Un billete de 20 euros y dos de 10 se asomaron apenas por la ranura, en espera de que yo tirara de ellos para extraerlos por completo. Sin mirar al hombre a la cara, y casi extrañado por no sentir miedo, abrí la boca y dije...