25.7.07

Mi casa natal se encuentra en una colonia construida sobre los restos de enormes huertos de mango. Desde el patio podíamos ver, cuando niños, la calle de atrás y la siguiente, con sus escasos carros cruzando tras los lotes baldíos y sus matorrales resecos. Montados en cocodrilos sobre ruedas, pedaléabamos explorando los terrenos de los vecinos, a los cuales teníamos acceso libre pues nada los separaba unos de otros. Desde nuestra calle se veía, al fondo, la avenida Sinaloa, pequeña en comparación con la otra, la Doctor Mora, perpendicular a la anterior y conexión principal de la colonia con el centro de la ciudad, pero buena opción para las tardes en que bajábamos mangos a pedradas. Estaba en ese entonces la avenida Sinaloa oscura y llena de casas extensas, y su único interés era que conectaba, en el fondo insondable, con el malecón que sigue al río.
Hoy su aspecto es muy distinto. Se la ve más despejada y luminosa, no por el alumbrado público, que sigue siendo deficiente, sino por los minisuper, taquerías, sushis, bares y cafés, boutiques, panaderías, anuncios luminosos y autolavados. El crecimiento de la ciudad hizo de la colonia una zona céntrica y era normal que sus ejes princpales, como la avenida Doctor Mora, sufrieran cambios ante el incremento del tráfico. Pero la actividad en la Sinaloa tiene otros motivos: en unos cuantos años se convirtió, a saber por qué, en un centro de diversiones para jóvenes muy impetuosos y lo suficientemente bien protegidos como para hacer lo que se les venga en gana. Y no se trata de una figura retórica: hacen literalmente lo que se les viene en gana. La imagen se ha hecho común: desfile de carros ridículamente caros en el atestado boulevard las noches de viernes y sábados; arrancones para medir máquinas; violación de todas las leyes de tránsito existentes; instalación de bandas musicales en mitad de los retornos, para escuchar con más tranquilidad con los carros estacionados, en sitios prohibidos, por supuesto; amenazas a conductores, peatones y agentes de policía que se atreven a reclamar ante conductas prepotentes, y otras lindezas por el estilo.
Huelga decir el hartazgo de los vecinos. Muchos de ellos decidieron mudarse y ceder sus casas a cualquier tipo de negocio que sea lo bastante intrépido para instalarse ahí, aunque algunos de éstos, en especial restaurantes, han comenzado a su vez a mudarse a otros boulevares. Fuera de estos juniors, que no visitan el boulevard precisamente para deleitarse con la oferta gastronómica, cada vez menos gente se atreve a poner el pie ahí.
Además de la necesidad de trazar nuevas rutas para acceder al oriente de la ciudad durante las tardes del fin de semana, y de la incómoda, pero sobre todo inútil y patética presencia de numerosas patrullas de policía en la zona (más de una vez ha quedado de manifiesto que la presencia policíaca busca más proteger a algunos de esos juniors que vigilarlos), los habitantes del barrio que no vivimos en las inmediaciones de la avendia Sinaloa debemos soportar el constante paso de estos mismos vehículos, que como endemoniados cruzan las calles del interior de la colonia para acceder o salir del nudo vehicular que constituye en centro de la fiesta.
La muy tradicional costumbre de sentarse frente a la puerta de su casa, a tomar unas cervezas frías cuando la noche hace bajar el calor en la calle, se ha convertido en un acto de temeridad. Apenas hace tres noches, mientras en compañía del Niñón, el ATA y el Bimbo disfrutábamos de unas heladas, una serie de ráfagas de armas de fuego, provenientes de nuestra querida avenida Sinaloa, nos convidó a levantar el changarro antes de lo planeado.
En su paso de ingorada avenida de mangos cargados, hace unos años, a la pista de la impunidad y del ridículo policíaco que es ahora, la avenida Sinaloa resume la historia reciente de su ciudad y de su estado. Con nuestra transformación de vecinos que se encontraban al anochecer a compartir unas cervezas frente a sus casas, a legión de topos que asoman ocasionalmente la cabeza al exterior con la esperanza de que los tiros hayan cesado, resumimos la desgracia de nuestra cultura y la miseria de nuestra condición.