20.6.09

Los esclavos


Tuve el honor de ser invitado a presentar el libro Los esclavos, de Alberto Chimal (Almadía, 2009). He aquí el texto que me atreví a leer para la ocasión:





Golo, uno de los personajes de la novela Los esclavos, de Alberto Chimal, frecuenta un chat de adeptos al sadismo. Cuando se aburre de leer las historias que ahí encuentra, se decide a escribir sus propias experiencias y publicarlas en línea. Recibe entonces, casi siempre, la misma crítica de los ciberlectores: sus textos no tienen mucho éxito porque “dan la impresión de no ser excitantes”.
El narrador de Los esclavos se parece, al menos en un aspecto, a Golo: por su escritura se tiene la impresión de que lo narrado no lo excita de manera especial. Pero es justo esa frialdad a la hora de describir escenas que en realidad son atroces, lo que nos provoca un desasosiego picante y nos impulsa de una página a la siguiente, hasta terminar con la última. A menos que yo tenga esa impresión por no ser muy adepto a los chats de contenido sádico. Pero lo dudo: antes de redactar este texto visité un par de estos sitios virtuales y de la experiencia concluyo que, al contrario del narrador de Los esclavos, los sádicos escriben horriblemente mal.
Pero volvamos a la novela. La historia, como anticipa el título, es la de unos esclavos. Dos esclavos sexuales: Yuyis y Mundo, quienes no sólo comparten su condición de sometidos, sino el hecho de que ninguno de los dos busca dejar de serlo. Yuyis por ignorancia, Mundo por elección.
Yuyis vive aislada, escondida de las demás personas por su ama, velada a los ojos de los demás, que ignoran no sólo su situación sino incluso su existencia. Como no se sabe esclava, nunca ha pensado en dejar de serlo. Mundo en cambio es exhibido, tiene vida social y, en ocasiones, reconocimiento. Aunque esto no parece importarle. Le importa obedecer a su amo, recibir órdenes y cumplirlas, en particular si son dolorosas y humillantes.
En esto los dos esclavos se diferencian, pero ambos viven por la voluntad, el deseo y capricho de sus amos. No lo cuestionan, no lo enfrentan. Los esclavos no tienen derecho a desobedecer, ni a expresarse, ni a sentir. Tampoco a tener su versión de los hechos, ni mucho menos a contarla.
De manera que la narración queda en manos de ese narrador inconmovible. Esa voz impertérrita ante las atrocidades que transmite. Ella también ha aceptado la esclavitud que narra. No sólo no la denuncia, sino que la preserva con tanto ahínco como los dos amos: Golo y Marlene.
Golo, el exquisito adinerado, el perverso ilustrado que frecuenta exclusivos círculos de desviados como él con el orgullo y pompa de quien tiene acceso a una corte real. Marlene, la pornógrafa fracasada, humillada y dejada, rencorosa e ignorante, quien debe esconderse para satisfacer sus apetitos. Ellos esclavizan y son a su vez sometidos por su propia necesidad irreprimible de someter a otro. Dedican su vida entera a la realización de esta obra, secreta o pública, motivo de orgullo o vergüenza.
Revelar más detalles de la situación de los esclavos es revelar demasiado sobre la novela. Baste decir que en ella se describen estas dos relaciones amo-esclavo, desde su inicio hasta su final, y se sugiere un desenlace que puede o no pertenecer a la historia, puede o no ser motivo de alivio.
El narrador discurre por entre las escenas de estas dos relaciones, independientes entre sí, con la tranquilidad del paseante. No respeta linealidad. Los distintos tiempos del relato desfilan libremente, casi a capricho, lo mismo que las escenas, que son breves y punzantes, como desordenadas polaroids de lo grotesco. La narración las remite en un presente claro y aséptico, como registradas por un repentino flash que irrumpe en una habitación oscura en la que tiene prohibido entrar.
Las cinco partes del texto no respetan la cronología de los hechos, ni siquiera el orden alfabético de las letras que las intitulan. Los fragmentos de que se componen dichas partes aparecen rigurosamente numerados, pero su ir y venir entre el pasado y el futuro se muestra igual de aleatorio. El relato no respeta ni el orden que sugiere para sí mismo.
En esta concepción del transcurrir narrativo la ubicación temporal de las escenas no es importante para la interpretación del sentido: el paso del tiempo no altera la realidad narrada, porque esta realidad es inalterable. Los personajes son tan esclavos al inicio como al final, y las alteraciones introducidas por el paso del tiempo no resultan más que en simples cambios de decoración.
Pero esta estructura narrativa es también, y quizá principalmente, producto de otra circunstancia: en esta novela todo es esclavizante. Todo es sometimiento. Mundo y Yuyis, en el fondo de la pirámide, se dejan narrar y destruir sin oponer la más mínima resistencia. Marlene y Golo, sus amos, los subyugan pero viven, a su vez, sometidos por su propia necesidad irreprimible de someter al otro. El resto de los personajes, quienes desde afuera representan la buena conciencia expulsada de este universo narrativo, sólo intervienen para someter, a su vez, al sistema perverso en que esclavos y amos unen sus vidas, y siempre en beneficio propio. Ni siquiera el amor es libre. Los amantes, cuando los hay, no lo son por mérito o voluntad propia, sino que se someten a la dictadura de la realidad que les dicta una voz superior, irrebatible.
Porque el subyugador máximo, el amo supremo en Los esclavos, es el narrador. A él se someten, como lo vimos antes, la estructura del relato, el tiempo narrativo, el orden anunciado. No es que él los diseñe y ejecute como parte de un plan: los presenta y desarticula ante nuestros ojos. Al narrador se someten también los personajes, a quienes narra con insensiblidad escalofriante, sin tomar en cuenta su vida interior salvo en contadas ocasiones, y entonces sus pensamientos y angustias se nos muestran en su total mezquindad. Que veamos que no merecen compasión, que seamos testigos de que son bajos y merecen ser narrados así, con el látigo en la mano.
Sus vidas son lo que el narrador, embustero y perverso, quiere hacer de ellas en el momento. Por eso se narran en presente, porque narrar el pasado implica enfrentarse a la oposición de lo sucedido, de la historia. El presente no ofrece resistencia: coquetea con el imperativo.
Todo, entonces, se somete a este narrador siniestro pero discreto, distante y seductor. Todo, incluida la verdad de lo narrado, que él se complace en negar y reafirmar explícitamente, en doblegar y restaurar con cinismo, cuando al final de una secuencia reconoce, con una maliciosa sonrisa, que lo que acabamos de leer es mentira. La verdad que de pronto se ve amarrada con cadenas a un aparato mecánico, supliciadas cada una de sus versiones hasta el límite del dolor y del placer.
Pero, ¿quién es este narrador? Desde luego, no se descubre. Asoma, en alguna efímera ocasión, su rostro desvergonzado entre la trama, para luego volver a narrar desde su escondrijo. No es que deba mantenerse incógnito, no es que el miedo rija sus actos. Se muestra y se esconde porque así lo quiere. Porque lo estimula mantenerse aparte, le excita imponernos su voluntad. Lo anima a seguir narrando. Él manda, él ordena. Nosotros, lectores, no podemos cuestionarlo. Bajo el influjo de sus astucias literarias nos hemos convertido, sin darnos cuenta, en uno más de sus esclavos.