La historia de Nabónides, que dedicó su reinado al rescate del legado cultural del imperio Babilonio, es también la historia de la escritura. Cuando se propuso copiar las ochocientas mil tabletas de la biblioteca de Babilonia, sus ministros lo exhortaron a olvidarse de aquellos tesoros desatendidos y a concentrar su esfuerzo en la protección del imperio, acechado por los persas de Irán. Nabónides, cuentan, no los escuchó y prosiguió embelesado la transcripción de la magnífica historia babilonia hasta llegar a sus propios días, que escribió también con nueva gramática, sobre mejorados materiales y bajo celosas medidas que buscaban la preservación de los documentos. Los persas lo atacaron cuando Nabónides, incapaz de ceder en su impulso relator, se empeñaba en referir sus propias e imaginarias hazañas militares. Se cuenta que el último rey de Babilonia murió de tristeza, derrotado y rechazado por los suyos, en una prisión persa.
Nadie entendió entonces por qué Nabónides daba la espalda a la supervivencia del imperio para dedicar sus últimos esfuerzos a asegurarle un futuro escrito. Difícil conocer también hoy sus razones, pero imagino pocos motivos más nobles para escribir: salvar la propia memoria del olvido y la destrucción.
La escritura, la literaria, más que propósitos, tiene motivaciones. Su motivación inicial sea tal vez la más pragmática: la necesidad de comunicación directa con otros hombres alejados por el espacio o por el tiempo. Nació así como una reelaboración, una transcripción del fenómeno oral en otro idéntico pero con una diferencia radical: era perdurable. Su razón de ser fue desde siempre una lucha contra lo efímero.
Después, todo siguió siendo transcripción. Escribir es reescribir y reescribir no es más que volver a decir, con nuevas gramáticas y en formatos más o menos efímeros, nuestro eterno terror a desaparecer, a olvidarnos, a confundirnos con todo lo que ya no es: el horror al vacío que nuestra voz deja en el mundo apenas nace.
Nabónides, sugiere Arreola, fue un visionario. Los cilindros de arcilla en que protegió sus documentos sobrevivieron, en algunos casos, mejor que las mismas piedras que daban firmeza a los templos y hacían temibles los fortines que defendían su imperio. Pero el monarca fue ante todo un rey nato que vivió su reino como otros hombres viven la memoria propia. Se resistió con todas sus fuerzas a la amenaza de la historia y buscó, en la medida de sus fuerzas, la permanencia de su pueblo y de su lengua a través de sus textos.
No es banal la lucha contra lo pasajero. Se trata de un enfrentamiento con lo eterno ausente, con lo inasible, lo que en el mismo momento de concretarse desaparece, se fuga al recuerdo. Lo oral es a la vez concreción y consumación de la idea. La escritura es el arma humana que la persigue sin tregua pero sin jamás darle alcance.
La aparente contradicción contemporánea que encarnan las tecnologías de la ubicuidad – el término es de Jean-Christophe Valtat-, que pretenden dilatar lo local y lo fugaz hasta los límites de nuestra percepción y entendimiento, confirma en el fondo la urgencia primaria que nos ha traído hasta aquí: la incapacidad de existir que padece el instante nos produce un tormento indecible. La multiplicación de imágenes, sonidos y textos instantáneos que se pierden con la misma rapidez con que nacen no es un cambio de estrategia, es una medida desesperada. La farsa del instante dilatado es una escritura enferma de arrogancia tecnológica que pretende ganarle al olvido por velocidad, sabiéndose vencida en contundencia. Una apuesta por alcanzar primero los cien metros en un inacabable maratón. La liebre inexperta y altiva ante la tortuga impasible.
¿Para qué entonces escribir? ¿Para qué ese eterno enfrentamiento con lo sobrehumano? ¿Para qué descuidar lo que nos luce ganado e ir en busca de lo fugaz y lo inasible? No tengo respuesta. Yo sólo guardo la esperanza de que escribiendo – no habría forma de dejar de hacerlo, de cualquier manera - la urgencia de las tantas preguntas nos resulte más habitable y la idea de la consumación de nuestro instante menos temible.
(Texto publicado en el número agosto-septiembre de la revista Tierra Adentro)