Ayni nos regañó anoche porque no habíamos puesto nuestra ofrenda de día de muertos. Optimista como siempre, nos dijo que aún podíamos hacerlo. Sí, dijo la rubia, nos quedan quince minutos. A la media noche salieron todos en dirección a un bar. Cuando estuve solo me asomé a la ventana. Afuera caía una lluvia ligera. Como un conjuro o un hechizo, terrorífico por inexplicable y asqueroso, una mancha de pasta putrefacta con gusanos retorciéndose se aferraba a la piedra del reborde de la ventana, justo en el lugar donde días antes la mancha de pintura roja había amenazado una vez más nuestra sana convivencia con nuestros vecinos. El cuadro y el olor eran a tal grado impactantes, que aún no logro desalojar del todo la idea de que se trata de una especie de venganza por parte de algún vecino.
Nunca he colocado una ofrenda de muertos por voluntad propia. Sólo lo hice en la escuela primaria, a invitación de las maestras. No fue una mala experiencia, pero fuera del regazo mexicanizante de la SEP y sus programas, en la tierra en donde nací aquellos ritos no han echado muchas raíces. En ese ancho valle hay lugar para muchas raíces, pero poco profundas: tomates, hortalizas, etc. Pero no considero que este alejamiento de las costumbres ancestrales consista en una grave ofensa. Desde Aztlán, lugar que nos regocijamos en ocasiones en pensar que podría haberse ubicado en nuestras tierras, nuestros luego poderosos y célebres ancestros nunca volvieron a casa.
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