Fui invitado a cenar a casa de J, paisano y viejo amigo recientemente instalado en estas tierras. Decidí posponer la sesión de lectura que me había prometido y acepté la invitación. J vino por mí a la estación de trenes. Caminamos hasta su departamento bajo una nieve fina y dura. Su novia y un amigo nos esperaban frente a una mesita con martinis, salchichón y pepinillos. Desde el ventanal del balcón se veían los reflejos de la ciudad sobre el agua de un pequeño lago. J me dijo orgulloso que en ocasiones iba a correr a orillas de aquella agua fría. Fue entonces que me decidí a hacerle el pequeño pero significativo regalo que le había preparado: una lata de chilorio de pavo Chata. Me agradeció francamente sorprendido, la mirada un tanto extraviada a orillas de otras aguas, más calientes y efusivas, sobre una larga costa del Pacífico.
Luego de la cena retomamos la tarea de ponernos al tanto de nuestras vidas, reunidas de nuevo luego de algunos años de distancia. Al llegar a los detalles del presente me comunicó su aflicción: esa misma tarde le habían anunciado el fracaso de un proyecto en el que había invertido buena parte de su tiempo. Su desazón me recordó la mía propia, cuando recién dejé mi país hace cuatro años. Me sentí sinceramente solidario, y la charla continuó con muy buen ánimo hasta que la concurrencia acordó salir a tomar un trago. Yo debía tomar el tren y me despedí. Antes de separarnos decidieron ir a una discoteca. La noche era aún joven.
Nota: aquellos a quienes no les resulte chocante la expresión "El chilorio de Proust", primer título que se mocurrió para este post, pueden tomarlo en cuenta. Para el resto, favor de ignorar la presente nota.
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