Poco después de la muerte del vecino del sexto piso*, el vecindario fue testigo de una nueva defenestración. Un mediodía ordinario, callado de cotidianeidad, en calzones y oloroso a pasta en cocción, el amor abrió la ventana y se arrojó de cabeza sobre el pavimento. No previno a nadie, no gritó al caer. Nadie supo si el miedo lo invadió antes del impacto. Se hizo pedazos ante todos, dejando ver su forma desnuda y vulnerable. Su cuerpo, escurridizo en vida, fue sobre la mugre de la realidad un despojo como otros tantos. Los vecinos comentaban, rodeando el cadáver aún fresco, que se le había visto taciturno y feo, rondando con paso lento el edificio antes de volver a casa. Algunos creyeron ver en la expresión de su rostro un alivio infinito. Otros leyeron su propia desgracia y lloraron desconsolados, sin atreverse a tocar aquellos brazos extendidos sobre el suelo, las palmas abiertas hacia abajo, como queriendo abrazar al mundo. Ellos (¿Sus progenitores? ¿Sus autores? ¿Sus damnificados?), en mínimo cortejo fúnebre, llevaron sus restos hasta el cementerio más poblado. Recorrieron con calma el mar de tumbas hasta encontrar un montículo cubierto de hojas, un espacio libre entre los muertos. Ahí se postraron, limpiaron de ramas y frutos secos la tierra amarillenta. Sobre ella dibujaron una cruz, y junto a ésta escribieron sus iniciales. Adornaron la cripta con racimos de hongos color miel. Entonces la historia se detuvo, se dio media vuelta y emprendió el camino de regreso, silenciosa bajo el viento y la lluvia amarilla del otoño. Ellos lloraron, pero sus lágrimas corrieron hacia adentro. La última mirada que se dirigieron, al despedirse por última vez en la salida del panteón, tenía la nostalgia de un mar pequeño y atormentado, preso e intranquilo para siempre.
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1 comentario:
Que triste sensación
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