Me refugié en la cueva de un mago, un científico loco, o un sabio alquimista y renegado. Sobre las paredes y estanterías, en lugar de cuadros y relojes, pantallitas y miniaturas que hacen fotos y videoconferencias a la vez, hay libros, libros y más libros. Alguna que otra olla gigante también, en las que no me he querido asomar por miedo a encontrar restos de... algo. Parece que los habitantes estarán ausentes por algún tiempo, y yo aprovecho las noches solitarias que envuelven la gruta de entrada a la cueva para colarme, recostarme en la cama con uno de los libros tomados al azar, y dormir al abrigo del frío, como un Ricitos de Ixtle Prieto citadino. Me mantengo alerta, sin embargo, a los pasos que de vez en cuando parecen acercarse a la entrada, no vaya a ser que me sorprendan recostado en su cama (ni dura ni blanda, pero sí un poco inclinada, como si fuera un diseño del Tío Chueco), perdido a mitad de una de esas irresistibles historias, y me metan en la olla gigante sin permitirme terminar el libro. Los dejo, no tengo tiempo que perder...
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