27.10.05

La dama de las botellas

Volvían en bicicleta de una cena en casa de una amiga. Era alrededor de la una de la mañana. Cuando entraban al puente de la calle Eugene Varlin sobre el canal St Martin, vieron a la mujer que golpeaba una botellita de vidrio translúcido contra el barandal del puente, justo en el otro extremo. Al tercer intento la botella estalló. La mujer continuó su camino y acercó el cuello de cristal roto, que sostenía con la mano derecha, a la parte interior de la muñeca izquierda. Ambos vieron este gesto justo cuando pasaban a un lado de la mujer. Esta tendría unos cuarenta años, estatura mediana y cabello ligeramente rubio. Llevaba un abrigo largo y claro y estaba un poco despeinada. Ella dijo, bajándose de la bicicleta: ¡se va a cortar, se va a cortar! Ambos dejaron sus bicis contra el barandal, y se echaron a andar detrás de la mujer, llamándola sin acercarse demasiado: Señora, espere! La mujer pareció entonces darse apenas cuenta de su presencia. No, ustedes váyanse, les dijo, y se acercó al barandal. Estaba en ese momento justo a la mitad del puente. Ella se acercó un poco más a la mujer, él la dejó hacer, observando un poco más lejos. Él pudo ver cómo del jardín que rodea la esclusa, junto al puente, salía un hombre que se acercaba a la mujer por detrás. En ese momento, por el Quai de Jemmapes, se acercó una patrulla de la policía. Él les hizo señas con la mano. El coche policía se detuvo y observó la escena. El hombre del jardín saltó la cerca (que en ese extremo está cerrada por las noches), y se acercó con cuidado a la mujer. Ésta se sorprendió al verlo y lo amenazó con la botella rota. Pero al girarse se dio cuenta de la presencia de la policía, y arrojó la botella hacia los matorrales del jardín. Entonces los oficiales bajaron del auto, se acercaron a la mujer, quien pataleó contra el suelo chillando, fastidiada. Le hicieron algunas preguntas al hombre del jardín. Él pudo entonces ver que el hombre del jardín no venía buscando a la mujer del abrigo blanco, como creyó en un principio. En un banco, en el interior del jardín, una mujer, la acompañante de aquel hombre, esperaba el final de la escena. Aquel hombre había visto el encuentro de los ciclistas con la mujer, los intentos de los primeros por calmarla, el gesto de ella amagando con cortarse las venas, y había salido a toda prisa a tratar de evitarlo. Ahora explicaba todo esto a un agente serio y sin prisas, que buscaba mientras hacía preguntas el objeto que la mujer había arrojado entre los arbustos.

Ambos volvieron por sus bicicletas, caminaron en silencio unas calles más hasta su casa. Por fin sobre el parqué de su departamento, se abrazaron y se agradecieron sin hablar su mutua presencia.

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