20.3.06

"Los Caimanes"

El meñique izquierdo está volcado sobre el dedo vecino. Se encarama sobre él como si buscara cruzar la fila de dedos hasta el otro lado del pie, donde aguarda el dedo mayor, gordo y sucio. Marco tiene las piernas subidas en la mesa de centro y masca chicle mientras mira distraído hacia el techo. Sus dedos recuerdan un grupo de cachorros recién nacidos. Rechonchos y torpes buscan apoyo como queriendo saltar desde lo alto de la sandalia, demasiado pequeña. Reclinado en el sillón individual, que siempre nos gana pues es el anfitrión, Marco mueve los pies a un lado y a otro con lentitud.

- ¿A qué hora llega Jaime? – pregunta.

Yo me encojo de hombros.

- Ya tiene una hora de retraso – dice mientras hace girar su cabeza en pequeños círculos.

Hace calor. En la esquina de la habitación hay un ventilador que barre el espacio. Cuando apunta hacia mí su brisa me adormece. Los pocos segundos en que recibo su aliento me bastan para casi disfrutar del calor. Pero luego sigue su camino y se dirige hacia Marco, y de inmediato mi cuerpo se desespera bajo el aire caliente y húmedo. Es como una droga. Si alguien me lo quitara de enfrente sería capaz de matarlo. Bueno, es un decir. Porque aparte de Marco y yo en esta casa no hay nadie, y no veo quién pueda venir, con el calor que hace ahí afuera, para apagar el ventilador. De modo que puedo confiar en que nada me hará levantarme de aquí por ahora.

- ¿Vistes el concierto? – pregunta Marco.

- No.

- ¿Cómo no?… ¿Qué concierto?

Su rostro está a mi izquierda. Frente a mí sus pies y sus dedos trenzados. No quiero girar la cabeza, que ya logré acomodar perfectamente en el respaldo. Giro entonces los ojos todo lo que puedo. Su rostro aparece incierto, deforme, pero adivino su expresión. Me mira fijamente.

- ¿De qué concierto te estoy preguntando? ¿Sabes de qué concierto estoy hablando? – insiste.

Considero su pregunta durante algunos segundos. Tal vez unos treinta.

- No – contesto.

- ¿Entonces por qué me dices que no lo has visto?

Es domingo. Nuestro ensayo semanal se ve de nuevo amenazado por las ausencias y los retrasos. Estamos esperando a Jaime y Olegario. Jaime siempre viene tarde. El problema es saber con cuántas horas de retraso llegará. Olegario no viene desde hace tres semanas. Cuando le reclamamos dice que para nosotros es fácil culparlo, Marco que vive aquí mismo, y yo que vivo en la casa de al lado. Pero él viene de lejos cargando el tololoche. Y mientras tanto Marco debe regresar esta misma tarde la tarola que le prestó su tío.

Marco vuelve a mecer los pies sobre la mesa a izquierda y derecha, tranquilamente, mientras infla el chicle y hace bombitas coloradas. Frente a él la ventana deja pasar la luz brillante de la calle. Al seguir los pies de Marco me doy cuenta de que imita, tal vez inconscientemente, el ritmo del ventilador. Ahora Marco comienza a tararear una canción. Este hombre lleva el ritmo en las venas.

- ¿Entonces?

- ¿Qué?

- ¿No quieres saber qué concierto te perdiste en la tele?

Pienso unos segundos.

- No – contesto.

La espera adormece. Cierro los ojos. Allá, desde la casa de la Julia, se escucha Ramón Ayala. Qué dedos los de Ramón. Y este aire bueno. El calor es una hamaca grande y pegajosa. Se mece con vaivenes largos, largos. La Gladis llega y se mete conmigo en la hamaca, se acurruca a mi lado. Me hace “piojito” con sus dedos suaves. Nos despierta el ruido de una pick-up que pasa por la calle. El ruido triturado de las piedras bajo los neumáticos. Pero el cabrón pasa muy rápido. La nube de polvo que levanta se mete por la ventana. Un olor a tierra seca llena la habitación. Aguanto la respiración con los ojos cerrados. Cuando los abro Marco sigue sentado, la vista clavada hacia el frente, como ido. Su dedo meñique comienza a desesperarse. Da saltitos sobre el dedo de al lado como si quisiera quitarlo del camino de una vez.

Jaime entra como un fantasma y pone su acordeón sobre el suelo, junto al sofá de tres plazas. Mientras más plazas tienen los sofás de la casa de Marco, más incómodos son. Por suerte sólo hay tres. Jaime se extiende en el sofá de tres plazas y se echa boca arriba. Inclina el sombrero sobre el rostro.

- Ya llegó Jaime, le digo a Marco.

- Ya era hora. Ya sólo nos falta uno.

El ventilador gira dos veces. Marco dice:

- ¿Tú crees que debamos anular el baile del viernes?

Pienso unos segundos.

- No – contesto.

Marco no estaba dormido. Algo le preocupa.

- Tal vez sería lo mejor, dice. Mi tío ya no me puede prestar la tarola. No podremos ensayar antes del baile.

- Si van a anular el baile, díganme de una vez para irme a mi casa – dice Jaime bajo sus ojos cerrados y la horrible cruda que trae encima.

- No deberíamos anular – repito, pensando en el dinero que ya comprometí. – Tenemos un compromiso con nuestro público.

Marco voltea y me mira. Tal vez exageré. Pero ¿de dónde voy a sacar para llevar a la Gladis al cine si anulamos? Por una vez que cede a mis insistencias.

- Deberíamos anular – insiste Marco –. Ahí estarán los hermanos Medina. Ellos pueden tocar toda la noche.

Es una vergüenza. Dejarles todo el baile a los Medina. ¿Dónde quedará la reputación de “Los Caimanes”? Prefiero darle vuelta al repertorio. Total, ya tomada la gente ni cuenta se da.

- Ahí está Olegario, dice Jaime.

Marco y yo miramos hacia la ventana. Ahí afuera está Olegario, sentado sobre la acera, de espaldas a nosotros.

- ¿Qué está haciendo?, me pregunta Marco.

- Está mirando.

- ¿Va a venir?

Espero a ver si se mueve. Pero Olegario se queda quieto.

- No sé – contesto.

- Olegario – lo llama Jaime con voz ronca y débil.

Olegario no se mueve.

- No te oye, le digo. Llámalo más fuerte.

Jaime no lo llama. Marco tampoco. Yo pienso en la Gladis, que me dijo que pasara por ella el próximo domingo a las seis. Me estará esperando en casa de su prima. Pero qué bien acomodé la cabeza en el respaldo.

Olegario se pone de pie sin que nadie lo llame. Se acerca a la ventana pensativo y detrás de las celosías nos dice, mientras deshace una ramita entre sus dedos.

- Vine a decirles que me voy.

Sus palabras tardan unos segundos llegar a nuestros oídos. Luego las repetimos un poco para nosotros mismos.

- Si venistes para irte, ¿por qué mejor no te quedastes en tu casa, como haces siempre? – dice Marco con dominio.

- No, digo que me voy, que ya no vuelvo. Me salgo del grupo. Ya no soy parte de “Los Caimanes”.

Callamos. Marco y yo miramos a Olegario, que se ve como una aparición contra la ventana. Jaime sigue acostado bajo el sombrero.

- Me caso con la Gladis – dice Olegario.

Mierda, pienso. Hay silencio. Mierda, me repito. Marco por fin dice:

- Ya era hora.

- Necesito dinero. Me la llevo para el norte.

En mi cabeza resuena la voz de la Gladis en el último baile, cuando me dijo que a las seis en punto, así rapidito porque ahí cerca Olegario sufría afinando el tololoche. Marco tiene razón. Por una vez que viene, y para darle al traste a todo, mejor quedarse en su casa. Olegario se queda de pie unos segundos, termina de deshebrar la varita de guayabo. Luego se da media vuelta y comienza a alejarse.

- ¿Cuándo te vas? – le grito.

Él se detiene y se vuelve. Se encoge de hombros.

- El domingo – me dice.

El corazón me da un vuelco.

- ¿A qué hora?

Se queda callado un rato, mirando hacia el interior de la casa como confundido bajo el rayo del sol. Luego agita la cabeza, da media vuelta y se va esta vez de a buenas.

Nos quedamos inmóviles, escuchando el abanico que gira con un murmullo, como respetuoso. Yo veo el domingo próximo, con sus seis de la tarde y la Gladis en casa de su prima, alejándose hacia el norte sin volver la cara para decir adiós.

- Ya era hora – dice Marco, como para sí mismo.

- Es un pendejo – dice Jaime entre dos ronquidos – Pendejo y mal tololoche.

El ventilador sigue girando. La hamaca da un bandazo largo, largo. Estiro mis piernas sudadas. Sin la carga de la Gladis a un lado el calor es más soportable. Cierro los ojos. La luz se hace más clara. Ramón Ayala se asoma a la ventana y peinándose el bigote me dice:

- ¿No quieres venir a tocar el guitarrón con mis Bravos?

Miguel Tapia



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