19.5.06

Parilona

No habría podido darme cuenta, porque me pasé el día con la vista enjaulada en un 15 por 8 pulgadas, pero la noche del miércoles esta ciudad sufrió una transformación inusual: se convirtió en una fiesta. Y digo bien inusual, aunque sigamos leyendo a Hemingway, que bien lo dijo en pasado: París era una fiesta. Pero volvamos a esa noche. Yo no sospeché nada cuando dos gallegos y un harmodio me sonsacaron, y me dieron cita en un bar de la rue de Clignancourt, bajo la amenaza de que si no me apresuraba brindaría de pie y bajo la lluvia, de tan lleno que estaría el lugar. Así que me di prisa (en realidad no tanta) y llegué ahí justo para ver la repetición del gol del Arsenal. Los ánimos estaban burbujeantes, el barman muy ocupado y la tribuna dividida, pero eso sí, todos muy contentos. De alguna manera los hispanos habían logrado guardar espacio para mí, entre la concurrencia europea y africana que no supo por dónde pasó la jugada. El segundo tiempo fluyó como cerveza fresca en un caluroso día de mayo, y la angustia ante la desventaja en el marcador se convirtió en algarabía y estruendo de changos ante incendio forestal, cuando los ingleses fueron por fin doblegados, por un pintoresco y alegre Barça, en escasos seis minutos. Entonces todos fuimos hispanos, todos mentamos cabrones y joderes, todos bebimos más y mejor. Los gallegos soportaron la eufórica hispanización que les endilgaron los parroquianos, y segundos más tarde debí pasar por alto el que se nos metiera a todos, catalanes, santiaguinos, culichis y chilangos, en un mismo saco, todo con el pretexto de brindar más rápido, beber más de prisa, estar más felices más tiempo. Tan no les importó, que los gallegos tuvieron a bien invitar una ronda a toda la concurrencia, como en las películas, como los hombres. Y luego, cuando decidimos salir a la calle, fue que me di cuenta de la amplitud del escándalo. París no era una fiesta, era Barcelona, con sus colores azulgrana, sus españoles dando voces y haciendo botellón; sus ingleses vomitadores, inconscientes incluso tal vez de su derrota; con los charquitos de orín desparramados por la lluvia, los bares repletos, la gente sonriente. Parilona y su fresca noche abierta como un gran arco triunfal.

1 comentario:

Miguel Tapia Alcaraz dijo...

borges sólo tenía ojos para los libros. pero aunque no hubiera sido así, con lo que dicen que cuesta ahí la cerveza, no me extraña que cualquiera salga ciego de santiago...