31.1.06

El lejano ecuador

Hoy me desperté con el pecho oprimido por el peso de los grados centígrados que se nos fueron. Durante la noche escuché su paso apresurado camino hacia el sur, donde los llama la samba o las cuecas, los koalas y canguros, las piñas y el ayahuasca. Descubrí en mi cuerpo atropellado, revolcado, pisoteado por la manada histérica, las marcas de las espuelas que usan para emigrar, pequeñas y filosas. Difíciles de curar. Tuve aún fuerza para gritarles que volvieran, con la esperanza de convencer por lo menos a media docena de ellos de quedarse, pero ni la teoría de la traslación de la tierra ni la ratificación del tratado de Kyoto fueron argumentos que valieran. Los vi partir. Eran los últimos que quedaban. No tuve más remedio que cubrirme las heridas y salir a la calle, seguir a la multitud que erraba en busca del rayito de sol perdido. Hacia mediodía comenzó a correr la voz de que un medio grado había sido visto cerca de los jardines de Luxemburgo. No estaba lejos. Me dirigí ahí a toda velocidad. El lugar estaba lleno de gente postrada alrededor de la fuente. Desconsolados lloraban, frente a la enorme pila de hielo en donde se reflejaba el palacio del Senado, la partida del último medio grado rumbo al ecuador.
Miguel Tapia Alcaraz

30.1.06

Bahía de Altata vía Combray

Fui invitado a cenar a casa de J, paisano y viejo amigo recientemente instalado en estas tierras. Decidí posponer la sesión de lectura que me había prometido y acepté la invitación. J vino por mí a la estación de trenes. Caminamos hasta su departamento bajo una nieve fina y dura. Su novia y un amigo nos esperaban frente a una mesita con martinis, salchichón y pepinillos. Desde el ventanal del balcón se veían los reflejos de la ciudad sobre el agua de un pequeño lago. J me dijo orgulloso que en ocasiones iba a correr a orillas de aquella agua fría. Fue entonces que me decidí a hacerle el pequeño pero significativo regalo que le había preparado: una lata de chilorio de pavo Chata. Me agradeció francamente sorprendido, la mirada un tanto extraviada a orillas de otras aguas, más calientes y efusivas, sobre una larga costa del Pacífico.

Luego de la cena retomamos la tarea de ponernos al tanto de nuestras vidas, reunidas de nuevo luego de algunos años de distancia. Al llegar a los detalles del presente me comunicó su aflicción: esa misma tarde le habían anunciado el fracaso de un proyecto en el que había invertido buena parte de su tiempo. Su desazón me recordó la mía propia, cuando recién dejé mi país hace cuatro años. Me sentí sinceramente solidario, y la charla continuó con muy buen ánimo hasta que la concurrencia acordó salir a tomar un trago. Yo debía tomar el tren y me despedí. Antes de separarnos decidieron ir a una discoteca. La noche era aún joven.

Al día siguiente me levanté temprano y abrí En busca del tiempo perdido. Releí el primer capítulo. Mientras me internaba en esa escritura paciente y extensa, como las aguas de una bahía del Mar de Cortés, el recuerdo de la primera lectura removió algunos sedimentos en mi memoria. Acompañé al personaje de Proust a través de esa cortina de indefinición en que se pasa del sueño a la vigilia, de la rememoración al presente, de una amistad en la tierra natal a un reencuentro en un país lejano y de otra lengua. Mientras Marcel se sentaba ante su mesa invitado por su madre, J miraba tal vez el lago ahora iluminado por el sol a través de su ventanal. Se preguntaba por el siguiente paso a dar en aquel mundo inasible en que se despertaba. La memoria vuelve cargada con la gracia materna en el simple acto de servir té en una tasa, ponerlo sobre la mesa junto a una tierna magdalena. El espíritu se suspende ante la invasión intempestiva de un aroma viejo y cercano, un sabor definitorio y fuera del tiempo, la felicidad al fin de cuentas en el acto de llevarse a la boca un tortilla de harina rellena con chilorio de pavo Chata.

Nota: aquellos a quienes no les resulte chocante la expresión "El chilorio de Proust", primer título que se mocurrió para este post, pueden tomarlo en cuenta. Para el resto, favor de ignorar la presente nota.

27.1.06

Johny y Yépez

A Heriberto Yépez yo ni lo conozco. No lo he visto. No he leido sus libros ni conozco su historia. Vaya, yo ni supiera cómo escribe si no fuera por su blog. Pero me gustó tanto lo que publicó sobre los blogs y los blogueros que decidí agregar en este sitio un vínculo a su página. Total, no creo que esto haga enojar a nadie.

Y a propósito de Heriberto Yépez: qué fácil es perder el estilo en el ciberespacio. En el mundo de los blogs, que cada vez más se asemeja a nuestro mundo real, la completa libertad se presenta de nuevo como inapropiada para el consumo humano. Nos resulta indigesta. Pero creo que esta indigestión, como toda buena purga, debe traernos cosas positivas. Cuando Yépez dice que "el blog is almost dead" lo que en verdad está viendo es que este planeta de escritores, al que nos despertamos un día sin que nadie se lo esperara, se va dando cuenta de lo irreal de su realidad. El blog como espacio de intercambio nació agonizando, se hunde en la inmensidad de voces que libremente se gritan, se empujan, se meten zancadilla. La blogósfera es un cementerio en el que se pudren los fetos de los libros nunca escritos, la inmensa bilbioteca sin catálogo en la que se reducen a polvo las obras de balbuceadores prolijos. Es la fosa común de nuestras voces, afónicas de querer hacerse escuchar. Por eso el bloguero despotrica, se queja, insulta, se olvida de lo que quería contar y se retuerce queriendo morder su propia cola. Como todo perro terminará, si no por entender que no la puede alcanzar, por fatigarse y buscar la forma de calmar su otra hambre, la inmediata y urgente. Contoneándose se acercará a un jardín verde y fresco, se llenará el hocico de hierba. Purgará su anhelo de libertad indigesto. Al final callará con la mirada fija en la masa pestilente, con un cuestionamiento extrañado: ¿eso estaba dentro de mí? La blogósfera es un hoyo negro: lo que se escribe ahí desaparece en la inmensidad. No hay formas, fórmulas ni formularios. En el ciberespacio perder el estilo es comenzar a encontrar su propio estilo.

26.1.06

No lo vuelvo a hacer

Estaba yo con José Alfredo tomándome un café en un bar muy viejo y bonito que él mismo escogió. Yo bebía de mi café con leche, calentito y espumoso, cuando de pronto un tremendo novelón marca Vargas Dulché que iba pasando por ahí perdió el control y fue a meterse hasta el fondo del local, despedazando la vidriera con un estruendo horrible. Quedamos tan golpeados después del accidente que decidimos ir de inmediato a un centro de urgencias que se encuentra justo al otro lado de la ciudad. Nos montamos en nuestras bicicletas y pedaleamos jugando a quién quebraba más charquitos congelados con las ruedas. En el centro de emergencias había mucha gente y mucho alcohol. Cuando ya estábamos medio borrachos, dos muchachas nos dijeron que el doctor que cura haciendo llorar a la gente de plano ese día no nos iba a atender. Nos recomendaron ir a otro centro, que estaba ahí cerca, y donde se hacen terapias de grupo. Las sesiones son largas, pero si uno sigue las indicaciones acaba llorando tanto como si hubiera tenido sesión doble con el famoso doctor. Llegamos al centro y nos pusimos a hablar y a beber, pues el tratamiento siempre incluye alcohol. Ya estábamos sintiendo ganas de llorar cuando José Alfredo comenzó a tener alucinaciones. Veía seres que volvían de otros tiempos y lugares para arreglar extrañas cuentas con él. Decidimos irnos a otro centro. Por suerte en esa zona de la ciudad hay varios. Pasamos así de un grupo a otro, y lo poco que nos curábamos en cada uno lo perdíamos después en el trayecto bajo el frío. La jornada se alargó, y terminó como suelen terminar esos accidentes. No pudimos llorar ni curarnos, pero nos encontramos con gente que estaba en una situación parecida a la nuestra, y compartiendo nuestros dolores la pena fue más llevadera. Fue en ese momento que José Alfredo hizo lo suyo y nos deleitó con algunas de sus canciones. Sólo que la velada terminó de golpe a eso de las cuatro de la mañana. Mi jalador de orejas satelital se activó sorpresivamente. Intenté contarle la historia que acaban de leer pero al parecer no le pareció convincente y me llevó de los chivitos desde los Jardines de Luxemburgo hasta mi cama, caminando y bajo un frío tan espantoso que ya ni los charquitos congelados que se acumulaban en mi camino pude quebrar.

23.1.06

De cómo y cuán bien se me quiere

Sartre dijo que la literatura sólo existe como acto social. Sólo se concreta cuando el círculo creativo y de comunicación se cierra con la lectura. Un escritor sentado frente a su cuaderno o PC no es literatura. Tampoco lo es una excelente edición de un texto de Bolaño o de Kawabata, dispuestos en un lugar de honor en una biblioteca. Un impaciente lector que le roba horas al trabajo para leer a Coetzee tampoco es literatura, pero con ese sólo acto permite que ésta por fin despliegue su magia y su poder. La escritura, el texto y el acto de lectura son igualmente necesarios para que ese ciclo que se llama literatura pueda existir, con su doble carácter de efímera, por su manifestación, y eterna por su influencia.

La literatura se reconstruye, así, cada vez que un lector cierra de nuevo el ciclo. Y esto es posible decirlo no sólo de la literatura, sino de cualquier proceso comunicativo. Se dice que vivimos en una sociedad de la información. Todo a nuestro alrededor son mensajes, signos que recibimos e interpretamos de manera consciente o inconsciente. El hombre contemporáneo se enfrenta a millones de mensajes al día, y esto, afirman algunos, lo ha vuelto, frente al poder de la comunicación, menos inocente que el hombre de cualquier otra época.

Es curioso que recuerde todo esto mientras observo, frente a mí, el regalo que recibí hace poco. Se trata de un gorilita de peluche color café, sentado con sus piernas y brazos, regordetes y acojinados, extendidos hacia el frente. De entre sus piernas surge una enorme banana, pelada a medias, que le llega hasta la barbilla y que sostiene con ambos brazos, como abrazándola. Sus ojos están bien abiertos y sus pupilas miran discretamente hacia el lado derecho, como si vigilara que nadie se acerque y lo descubra con semejante banana pelada entre las manos.

No pude evitar sentir alegría cuando lo recibí. Creo que nunca me habían regalado un mono de peluche tan particular. Pero luego pensé en nuestro tiempo, en los signos y en la inocencia perdida ante la comunicación, y en silencio me pregunté qué demonios significaba aquello. Desde luego no significa lo mismo ahora que si me lo hubieran regalado durante mi infancia o (por suerte no fue el caso) en mi adolescencia, ni quiere decir lo mismo que si, en lugar de una joven despreocupada, me lo hubiera regalado una tía lejana o un jalisquillo de reputación dudosa.

Dejo para otra ocasión el comentario de las opciones interpretativas que me cruzaron por la mente, y me limito a compartir el nombre que he pensado darle al simpático gorila: Branly. Aunque tal vez habría que aclarar que branler, en este país, se lee como la expresión vulgar de "provocar placer sexual excitando las partes genitales con ayuda de la mano".

22.1.06

A mi gorro

Compré un gorrito, un sombrero, una boina. Es de pana color negra, con una visera corta y un botón pequeño en lo alto. Los sombreros no sólo sirven de adorno. Son también una protección para la cabeza. Sobre todo en invierno. La mollera es una de las partes del cuerpo por donde más perdemos calor. ¿Qué necesidad tendrá la mollera de dejar escapar tanto calor, que estos meses es tan necesario? Será tal vez la ausencia de músculos en la zona. Los músculos, con su movimiento, son fuente de calor. Por eso es fácil mantener calientes los brazos y las piernas. Basta con ponerlos en acción durante un tiempo y pronto sentimos cómo el flujo reconfortante de calor nos recorre como una caricia. Aunque luego la mollera se empecina a dejar escapar lo que con esfuerzos el cuerpo logró acumular. En la cabeza sólo se pueden poner en acción las neuronas, pero por lo visto éstas no producen mucho calor. Por más que intento pensar en un tema complicado, como el futuro de la humanidad o la existencia de Marilyn Manson, la mollera no más no se calienta. Y lo que es peor, ya entrado en consideraciones tan seductoras, con frecuencia me alejo demasiado del presente inmediato y pongo en peligro mi boina misma y por tanto mi temperatura corporal. Me ha sucedido al menos tres veces esta semana. Sentado en un vagón del metro, me entrego a reflexiones o ensueños que son más profundos mientras más largo es el viaje. Cuando llego a la estación destino, me levanto y salgo del vagón con la elegancia que me caracteriza, pero no tardo mucho en volver la cabeza al sentir una cierta agitación, y escuchar detrás de mí voces como: “Monsieur, votre bonnet! (Señor, su gorro)”, o “Monsieur, le chapeau, monsieur” (Señor, el sombrero). Y me doy cuenta entonces de cuán funcionales y sacrificados, cuán protectores, incluso en formas insospechadas, son estos gorritos. Llegan al extremo, cuando a uno se le va la cabeza, de ponerse en peligro a sí mismos tirándose al suelo del vagón con tal de llamar nuestra atención y hacernos volver a la realidad. Nos salvan así de perder tiempo en fabricar hipótesis insanas, así como del peligro real de ser atropellados por un fúrico motociclista al intentar cruzar en ese estado algún boulevard. Definitivamente, en días tan fríos no puedo menos que sentirme feliz y afortunado de contar con tan cumplido gorro.

12.1.06

La llave y el siglo

Albert Hofmann describió, en su libro My problem child (McGraw-Hill, 1981), un memorable trayecto en bicicleta entre árboles danzantes, calles sin destino y una luz de brillo inédito hasta entonces en la cultura occidental. Ese día de abril de 1943, Hofmann había tenido contacto por accidente con la dietilamida de ácido lisérgico, sustancia que había él mismo sintetizado en su trabajo para los laboratorios Sandoz, en la ciudad de Basilea. Después de ese primer encuentro, en el que él mismo confiesa se creyó envenenado, el misterio de la experiencia lo empujó a repetir la operación, tomando esta vez sesudas precauciones. A ésta siguieron nuevas repeticiones, ahora entre amigos, artistas e intelectuales, y de este proceso nació un conocimiento suficiente, aunque limitado, para discernir la amplitud del fenómeno ante el que se encontraba.

Albert Hofmann (izq.) y William Burroughs
(http://www.hofmann.org)

Es conmovedor ser testigo de cómo un científico, en el más puro sentido de la palabra, con su razonamiento meticuloso y su forma de cuestionarlo todo, se rinde a la evidencia y reconoce que una simple sustancia puede desencadenar en el hombre experiencias y percepciones nunca antes sospechadas.

Esta sustancia se dio conocer después a nivel mundial por sus siglas en inglés, LSD. Se utilizó en investigaciones de terapéutica psiquiátrica, con resultados muy diversos y poco controlables. En los años sesenta se convirtió en la droga de moda de los movimientos hippie, y en 1967 el enfrentamiento político de éstas con el stablishement condujo a su prohibición, incluso para la investigación médica.

Hofmann criticó siempre la utilización del LSD dentro de los ritos viciados de la cultura de masas occidental. Reprobó la prohibición de que fue objeto e, incluso ahora, sigue luchando por su legalización para usos psiquiátricos. Y aunque tal vez va demasiado lejos al afirmar que los psiquiatras son los gurús, los guías espirituales del occidente actual, no deja de ser admirable la apertura y honestidad con la que desde siempre se ha acercado a los efectos del psicotrópico.

Ayer Hofmann cumplió cien años de vida. Retirado en una pequeña ciudad de su natal Suiza, se dedica a jugar con sus bisnietos y a espantarse los moscardones del periodismo con la cola de su larga experiencia, como la gran vaca sagrada que es. Y a cada uno lo regresa a casa con el mismo mensaje que busca transmitirnos desde 1942: el problema no es la llave, sino lo que escondemos dentro.

Feliz cumpleaños, Albert.

11.1.06

Minipalíndromo


Yo hoy
Miguel Tapia Alcaraz

10.1.06

Se acercan. Los escucho avanzar lenta, percutivamente. Provienen del lado de la estación de trenes. Deben ser ocho o diez. No son muchos pero se levantan temprano. Ocho de la mañana y su oido cercenado se impacienta, necesita sentirse vivo. Primeros calentamientos: golpes de pico, pala o martillo. A medida que se desperezan, retoman confianza y le pierden respeto al silencio que la noche depuso con toda su fría serenidad. La grúa primero, la fuente eléctrica después y por último, ¡ah! el plato fuerte del desayuno, el taladro manual, el enorme y magnífico falo metálico que una y otra vez luchará contra la acera de castidad, arriba abajo con todo hasta penetrar voluptuosamente la húmeda y secreta carne de la madre tierra, hacerla volar en pedazos gritando al mundo su masculina victoria. Los escucho, los siento en mis pies, en mi silla, en mi cabeza. Pronto los veré moverse en linea recta hacia mí, invencibles, llegar hasta los pies de mi quinto piso y hacerme correr a pesar de mi resistencia, obligarme a saltar por la ventana o por el cubo del elevador y entonces no huir sino unirme a ellos, azotar el martillo, echar a andar la planta, sostener el gigantesco taladro y dar por fin salida a toda la animalidad que llego dentro, que retengo porque este mundo está hecho de privaciones, y fundirme en la vibración imparable de una violación perpetuada y suprema, penetrarte y escupirte y golpearte y hacerte estallar por el aire hasta por fin vaciarme, olvidarte yacente sobre los fríos escombros del mundo. ¡Ah!

4.1.06

Bienvenido

Después de tantas consideraciones, consultas, debates, recuentos de popularidad y encuestas, luego de dos intentos fallidos y un borrón y cuenta nueva, un nuevo habitante ha llegado a este departamento. Se trata ni más ni menos que de F, estudiante alemán en filosofía y política (la filosofía como ciencia pura hasta hace poco no merecía un diploma especial entre los germanos) y ya viejo interlocutor en las negociaciones para poblar la recámara de junto.

Llegó sonriente y fresco la tarde de ayer, cargando tres enormes mochilas del tipo back pack. Cuando le pregunté que si había cargado eso en el metro él solo me dijo que sí, y que afuera estaba el resto. Salí al pasillo y encontré otras dos mochilas del mismo tamaño, además de una maletita con una computadora portátil y una bolsa de plástico grande con ropa. Mientras yo miraba todo aquello y me preguntaba cómo F, quien tiene más o menos mi estatura, aunque mayor volúmen, podía haber cargado todo solo, éste volvió y se llevó el resto de sus cosas a su nueva recámara.

Luego charlamos un poco, y al final se quedó filosofando en silencio en su cuarto. Antes de salir a la fiesta del día (ayer sólo había una), lo invité a venir, pero él declinó la invitación argumentando que estaba cansado. Respiré aliviado al reconocerlo humano, después de todo.

Aprovecho para agradecer a la gente que nos ayudó con sus valiosos consejos en esta difícil tarea. A las dos personas que se comprometieron con nosotros antes que F, y que luego desaparecieron sin dejar rastro, provocando preocupaciones, llamadas inútiles y pérdida de tiempo, les dejo mi más sincera cibermentada de madre.

3.1.06

Un día con los vecinos

Los buenos días llegaron temprano. A eso de las cinco de la mañana. La cogida fue intensa. El parqué chirriaba sobre nosotros y sobre él chillaban la cama y ella. No duró mucho. Por suerte estábamos cansados y no fue difícil volver a conciliar el sueño.

Por la tarde los mismos vecinos de arriba decidieron darse en la madre con el mayor escándalo posible. Otra vecina se asomó a la puerta, dijo que nunca los había escuchado pelearse así. Con frecuencia la despertaban sus chillidos de amor. Sí, a nosotros también. Pero los gritos que ambientaban la triste conversación esta vez no tenían nada de placenteros. Parecían más bien el sonido de una película de terror. Desesperados, intentamos llamar a la puerta. Los gritos adentro seguían como si nada de este mundo, el del lado exterior de la puerta, pudiera alcanzarlos. Entonces decidimos llamar a la policía. En el interior del departamento los gritos se acercaron a la puerta. Forcejeos. Una mano temblorosa intentó asirse al cerrojo. Más gritos, más fuertes, más golpes. Insultos. Alguien en nuestro lado comenzó a llorar de impotencia.

El arribo de los agentes fue un poco decepcionante. Llegaron durante una pausa en las hostilidades. Llamaron a la puerta. El hombre abrió, los invitó a pasar (en defensa de mi oposición al chismorreo con fines no profesionales debo decir que todo esto se escuchó hasta nuestro departamento). En estas construcciones los ruidos son comunitarios, así que alcanzamos a distinguir el murmullo de conversaciones más bien calmas. Tal vez hasta inteligentes. Finalmente los agentes se fueron con la misma cara de androides con que llegaron.

Y ya. No supimos más.

Cuando una hora más tarde decidimos salir a dar un paseo para calmar el nerviosismo – la escena debe haber durado cuarenta minutos, y algo en nuestro interior aún temblaba –, y esperábamos de pie frente a la puerta transparente del elevador, los vimos pasar en el interior de éste, en dirección al piso superior. Bajo la luz pálida de la cabina se veían sanos y cansados, jóvenes e indistinguibles del resto de los vecinos. Apenas nos dirigieron una mirada de androide casi policíaca antes de perderse de vista comenzando por la cabeza. La imagen de sus piernas perdiéndose en el techo fue su forma de darnos las buenas noches.