Miguel Tapia Alcaraz
31.1.06
El lejano ecuador
Miguel Tapia Alcaraz
30.1.06
Bahía de Altata vía Combray
Fui invitado a cenar a casa de J, paisano y viejo amigo recientemente instalado en estas tierras. Decidí posponer la sesión de lectura que me había prometido y acepté la invitación. J vino por mí a la estación de trenes. Caminamos hasta su departamento bajo una nieve fina y dura. Su novia y un amigo nos esperaban frente a una mesita con martinis, salchichón y pepinillos. Desde el ventanal del balcón se veían los reflejos de la ciudad sobre el agua de un pequeño lago. J me dijo orgulloso que en ocasiones iba a correr a orillas de aquella agua fría. Fue entonces que me decidí a hacerle el pequeño pero significativo regalo que le había preparado: una lata de chilorio de pavo Chata. Me agradeció francamente sorprendido, la mirada un tanto extraviada a orillas de otras aguas, más calientes y efusivas, sobre una larga costa del Pacífico.
Luego de la cena retomamos la tarea de ponernos al tanto de nuestras vidas, reunidas de nuevo luego de algunos años de distancia. Al llegar a los detalles del presente me comunicó su aflicción: esa misma tarde le habían anunciado el fracaso de un proyecto en el que había invertido buena parte de su tiempo. Su desazón me recordó la mía propia, cuando recién dejé mi país hace cuatro años. Me sentí sinceramente solidario, y la charla continuó con muy buen ánimo hasta que la concurrencia acordó salir a tomar un trago. Yo debía tomar el tren y me despedí. Antes de separarnos decidieron ir a una discoteca. La noche era aún joven.
Nota: aquellos a quienes no les resulte chocante la expresión "El chilorio de Proust", primer título que se mocurrió para este post, pueden tomarlo en cuenta. Para el resto, favor de ignorar la presente nota.
27.1.06
Johny y Yépez
Y a propósito de Heriberto Yépez: qué fácil es perder el estilo en el ciberespacio. En el mundo de los blogs, que cada vez más se asemeja a nuestro mundo real, la completa libertad se presenta de nuevo como inapropiada para el consumo humano. Nos resulta indigesta. Pero creo que esta indigestión, como toda buena purga, debe traernos cosas positivas. Cuando Yépez dice que "el blog is almost dead" lo que en verdad está viendo es que este planeta de escritores, al que nos despertamos un día sin que nadie se lo esperara, se va dando cuenta de lo irreal de su realidad. El blog como espacio de intercambio nació agonizando, se hunde en la inmensidad de voces que libremente se gritan, se empujan, se meten zancadilla. La blogósfera es un cementerio en el que se pudren los fetos de los libros nunca escritos, la inmensa bilbioteca sin catálogo en la que se reducen a polvo las obras de balbuceadores prolijos. Es la fosa común de nuestras voces, afónicas de querer hacerse escuchar. Por eso el bloguero despotrica, se queja, insulta, se olvida de lo que quería contar y se retuerce queriendo morder su propia cola. Como todo perro terminará, si no por entender que no la puede alcanzar, por fatigarse y buscar la forma de calmar su otra hambre, la inmediata y urgente. Contoneándose se acercará a un jardín verde y fresco, se llenará el hocico de hierba. Purgará su anhelo de libertad indigesto. Al final callará con la mirada fija en la masa pestilente, con un cuestionamiento extrañado: ¿eso estaba dentro de mí? La blogósfera es un hoyo negro: lo que se escribe ahí desaparece en la inmensidad. No hay formas, fórmulas ni formularios. En el ciberespacio perder el estilo es comenzar a encontrar su propio estilo.
26.1.06
No lo vuelvo a hacer

23.1.06
De cómo y cuán bien se me quiere
Sartre dijo que la literatura sólo existe como acto social. Sólo se concreta cuando el círculo creativo y de comunicación se cierra con la lectura. Un escritor sentado frente a su cuaderno o PC no es literatura. Tampoco lo es una excelente edición de un texto de Bolaño o de Kawabata, dispuestos en un lugar de honor en una biblioteca. Un impaciente lector que le roba horas al trabajo para leer a Coetzee tampoco es literatura, pero con ese sólo acto permite que ésta por fin despliegue su magia y su poder. La escritura, el texto y el acto de lectura son igualmente necesarios para que ese ciclo que se llama literatura pueda existir, con su doble carácter de efímera, por su manifestación, y eterna por su influencia.
La literatura se reconstruye, así, cada vez que un lector cierra de nuevo el ciclo. Y esto es posible decirlo no sólo de la literatura, sino de cualquier proceso comunicativo. Se dice que vivimos en una sociedad de la información. Todo a nuestro alrededor son mensajes, signos que recibimos e interpretamos de manera consciente o inconsciente. El hombre contemporáneo se enfrenta a millones de mensajes al día, y esto, afirman algunos, lo ha vuelto, frente al poder de la comunicación, menos inocente que el hombre de cualquier otra época.
Es curioso que recuerde todo esto mientras observo, frente a mí, el regalo que recibí hace poco. Se trata de un gorilita de peluche color café, sentado con sus piernas y brazos, regordetes y acojinados, extendidos hacia el frente. De entre sus piernas surge una enorme banana, pelada a medias, que le llega hasta la barbilla y que sostiene con ambos brazos, como abrazándola. Sus ojos están bien abiertos y sus pupilas miran discretamente hacia el lado derecho, como si vigilara que nadie se acerque y lo descubra con semejante banana pelada entre las manos.
No pude evitar sentir alegría cuando lo recibí. Creo que nunca me habían regalado un mono de peluche tan particular. Pero luego pensé en nuestro tiempo, en los signos y en la inocencia perdida ante la comunicación, y en silencio me pregunté qué demonios significaba aquello. Desde luego no significa lo mismo ahora que si me lo hubieran regalado durante mi infancia o (por suerte no fue el caso) en mi adolescencia, ni quiere decir lo mismo que si, en lugar de una joven despreocupada, me lo hubiera regalado una tía lejana o un jalisquillo de reputación dudosa.
Dejo para otra ocasión el comentario de las opciones interpretativas que me cruzaron por la mente, y me limito a compartir el nombre que he pensado darle al simpático gorila: Branly. Aunque tal vez habría que aclarar que branler, en este país, se lee como la expresión vulgar de "provocar placer sexual excitando las partes genitales con ayuda de la mano".
22.1.06
A mi gorro
19.1.06
12.1.06
La llave y el siglo
Albert Hofmann (izq.) y William Burroughs
(http://www.hofmann.org)
Es conmovedor ser testigo de cómo un científico, en el más puro sentido de la palabra, con su razonamiento meticuloso y su forma de cuestionarlo todo, se rinde a la evidencia y reconoce que una simple sustancia puede desencadenar en el hombre experiencias y percepciones nunca antes sospechadas.
Esta sustancia se dio conocer después a nivel mundial por sus siglas en inglés, LSD. Se utilizó en investigaciones de terapéutica psiquiátrica, con resultados muy diversos y poco controlables. En los años sesenta se convirtió en la droga de moda de los movimientos hippie, y en 1967 el enfrentamiento político de éstas con el stablishement condujo a su prohibición, incluso para la investigación médica.
Hofmann criticó siempre la utilización del LSD dentro de los ritos viciados de la cultura de masas occidental. Reprobó la prohibición de que fue objeto e, incluso ahora, sigue luchando por su legalización para usos psiquiátricos. Y aunque tal vez va demasiado lejos al afirmar que los psiquiatras son los gurús, los guías espirituales del occidente actual, no deja de ser admirable la apertura y honestidad con la que desde siempre se ha acercado a los efectos del psicotrópico.
Ayer Hofmann cumplió cien años de vida. Retirado en una pequeña ciudad de su natal Suiza, se dedica a jugar con sus bisnietos y a espantarse los moscardones del periodismo con la cola de su larga experiencia, como la gran vaca sagrada que es. Y a cada uno lo regresa a casa con el mismo mensaje que busca transmitirnos desde 1942: el problema no es la llave, sino lo que escondemos dentro.
11.1.06
10.1.06
4.1.06
Bienvenido
Llegó sonriente y fresco la tarde de ayer, cargando tres enormes mochilas del tipo back pack. Cuando le pregunté que si había cargado eso en el metro él solo me dijo que sí, y que afuera estaba el resto. Salí al pasillo y encontré otras dos mochilas del mismo tamaño, además de una maletita con una computadora portátil y una bolsa de plástico grande con ropa. Mientras yo miraba todo aquello y me preguntaba cómo F, quien tiene más o menos mi estatura, aunque mayor volúmen, podía haber cargado todo solo, éste volvió y se llevó el resto de sus cosas a su nueva recámara.
Luego charlamos un poco, y al final se quedó filosofando en silencio en su cuarto. Antes de salir a la fiesta del día (ayer sólo había una), lo invité a venir, pero él declinó la invitación argumentando que estaba cansado. Respiré aliviado al reconocerlo humano, después de todo.
Aprovecho para agradecer a la gente que nos ayudó con sus valiosos consejos en esta difícil tarea. A las dos personas que se comprometieron con nosotros antes que F, y que luego desaparecieron sin dejar rastro, provocando preocupaciones, llamadas inútiles y pérdida de tiempo, les dejo mi más sincera cibermentada de madre.
3.1.06
Un día con los vecinos
Los buenos días llegaron temprano. A eso de las cinco de la mañana. La cogida fue intensa. El parqué chirriaba sobre nosotros y sobre él chillaban la cama y ella. No duró mucho. Por suerte estábamos cansados y no fue difícil volver a conciliar el sueño.
Por la tarde los mismos vecinos de arriba decidieron darse en la madre con el mayor escándalo posible. Otra vecina se asomó a la puerta, dijo que nunca los había escuchado pelearse así. Con frecuencia la despertaban sus chillidos de amor. Sí, a nosotros también. Pero los gritos que ambientaban la triste conversación esta vez no tenían nada de placenteros. Parecían más bien el sonido de una película de terror. Desesperados, intentamos llamar a la puerta. Los gritos adentro seguían como si nada de este mundo, el del lado exterior de la puerta, pudiera alcanzarlos. Entonces decidimos llamar a la policía. En el interior del departamento los gritos se acercaron a la puerta. Forcejeos. Una mano temblorosa intentó asirse al cerrojo. Más gritos, más fuertes, más golpes. Insultos. Alguien en nuestro lado comenzó a llorar de impotencia.
El arribo de los agentes fue un poco decepcionante. Llegaron durante una pausa en las hostilidades. Llamaron a la puerta. El hombre abrió, los invitó a pasar (en defensa de mi oposición al chismorreo con fines no profesionales debo decir que todo esto se escuchó hasta nuestro departamento). En estas construcciones los ruidos son comunitarios, así que alcanzamos a distinguir el murmullo de conversaciones más bien calmas. Tal vez hasta inteligentes. Finalmente los agentes se fueron con la misma cara de androides con que llegaron.
Y ya. No supimos más.