8.2.06

En realidad los hombres no tenemos por qué comprender la vida de los demás. Aunque nuestras tristezas y amarguras son casi seguramente una misma, aunque nuestras alegrías y esperanzas podrían reducirse a una sola, grande e imposible, la verdad es que no hay motivo para suponer que un hombre es capaz de comprender la pena, el miedo o el aburrimiento de otro, vivan lejos o cerca, se hayan mucho, poco o nunca.

Se ha dicho que el conocer la vida del prójimo ayuda a entenderlo mejor, y por ende a comprender aunque sea un poco la relación que tenemos o podríamos tener con él.

Yo no sé para qué puede servir un blog, pero si no es para lo que el párrafo anterior pregona, me parece que no agrega nada a la utilidad que pueda tener un cuaderno de notas o una charla con uno mismo.

Esta mañana, luego de algunos días en los que lo urgente secuestró mis actividades, tuve la oportunidad de hacer de mi tiempo lo que mejor me pareciera. Al principio me pareció que lo mejor sería escribir un poco. Pero luego de algunos minutos me dije que tal vez una lectura sería una mejor forma de volver del ritmo algo histérico en que había caído últimamente. Por fin, incapaz de concentrarme en ninguna de esas actividades, decidí hacerme cargo de pendientes de orden práctico que no requerían mucha actividad intelectual.

Me decidí a sacar adelante un trámite pendiente ante la administración, para el cual necesitaba antes que nada obtener una cita mediante una llamada telefónica. Durante las últimas semanas he estado llamando, en diferentes horarios, con distintos ánimos e con insistencia variable, sin lograr obtener la cita. Me senté frente a mi teléfono y me dediqué a marcar, una y otra vez, decidido a no dejarme desmotivar por el infalible tono de la línea ocupada. En un par de ocasiones sucedió, como era previsible, que una operadora tomaba mi llamada y la mandaba a esperar en la sala infinita del cableado burocrático, hasta que desaparecía de improviso como succionada por un hoyo negro con corbata y horarios fijos.

No es muy difícil en esas condiciones entrar en un estado de trance en que lo único posible, imaginable, es marcar infinitamente el mismo número (con dieciséis líneas) mientras la mirada busca el punto más blando del espacio físico para ahí perderse hasta nuevo aviso.

Una voz rompió de pronto la anestesia de la espera, sin preámbulos, sin operadoras ni tonos de espera, sin grabaciones ni agradecimientos por su paciencia, ni disculpas encabronantes o amables tonos condescendientes. Peor aún, era una voz agradable. Simpática.

Cuando la cita quedó hecha, cinco minutos después, el vacío de la urgencia perdida se hizo grande en la boca de mi estómago. Ansioso, busqué entre mis tareas pendientes una cita por arreglar.

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