28.2.06

Junto a mi edificio hay una tienda de abarrotes, de esas que aquí se llaman simplemente “árabes”, gracias a una popular metonimia nacida del hecho de que casi todos los abarrotes de esta ciudad son manejados por magrebíes.

Pues decía que entre los clientes habituales de dicho “árabe” se encuentra un señor de alrededor de setenta años que viene una o dos veces al día. Un par de muletas hacen el trabajo de sus ateridas piernas, mientras que sus brazos viven para sostener las muletas y alargar la mano hacia los tenderos cuando se despide de ellos. Junto con el hombre de las muletas llega siempre un perro pequeño y blanco, en proporción tan viejo como el dueño, pero aún capaz de caminar sin ayuda de artificios, sin duda gracias a esa ventaja evolutiva que consiste en poseer cuatro patas en vez de dos piernas.

Dicen que las parejas se unen gracias a que son complementarias, y hay quienes extienden la definición a las amistades. El septuagenario y su perro serían a la vez la pareja perfecta y los mejores amigos.

Con frecuencia me cruzo con ellos en la acera. El hombre camina muy despacio, apoyando con cuidado cada larga muleta antes de balancear su peso, y dirigiendo miradas llenas de ternura al anciano perro. Este lleva en su hocico la bolsa con los víveres que su dueño compró a los magrebíes. Se adelanta con su paso arrítmico, olfatea, orina, vuelve la mirada para ver qué tan lejos está su dueño, y termina siempre por volver junto a sus piernas para andar a su lado y dejarlo atrás de nuevo.

“Me lo sube hasta el segundo piso”, dice el hombre sonriendo con dificultad. “Y aunque traiga carne, no lo muerde”. Su voz es aguda y rugosa, pero siempre amable, salvo cuando irónicamente le grita a su compañero: “Eh, Snoopy, apúrate”, llamándolo para que vuelva pronto hasta a él si se adelanta demasiado.

Snoopy, bueno, de alguna forma debía pagar su ventaja en medios de locomoción. Desde luego no es justo que lleve el nombre del perro más egoísta y huevón de que se tenga noticia.

“Tiene quince años”, me dice el hombre. “Y siempre ha estado conmigo… cuidado que si te acercas mucho te gruñe”.

Retiro la mano con que lo quería acariciar y me quedo de pie sobre la acera, viendo a la increíble pareja alejarse hacia la esquina donde doblarán a la izquierda, se dirigirán hacia el portón que nunca he visto, pues nunca tengo el tiempo suficiente para esperar a que lleguen hasta allá, y subirán al segundo piso. ¿Qué hará entonces Snoopy? ¿Coloca la bolsa sobre la mesa? ¿La mete al refrigerador? Algún día se lo preguntaré al hombre. En todo caso estoy seguro, y descanso al pensar en ello, que ambos toman juntos, tal vez en la misma cama, una larga y merecida siesta.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que lindo!!
Yo tammbién quiero un perro para que me haga la cama. O en su defecto un hombre para que me lo haga en la cama.
Pintura en invierno