22.11.05


El domingo por la noche nos cenamos dos cangrejos. Llegaron directo de un comercio de chinos, saludables e histéricos, corriendo como cachorros sobre el parqué y con sus tenazas bien abiertas en lo alto. Luego de unos minutos jugando a lo más cercano que he visto a "la rabia" infantil desde hace muchos años, los pusimos en la bañera a esperar que se les pasara el coraje. Uno de ellos al poco tiempo se calmó. El otro se empeñó en querer levantarse sobre sus patas traseras y arrancarnos la nariz cada vez que alguien hacía uso del baño. En su histeria le dio incluso por atacar a su ya apacible e inocente compañero de bañera. Una pata que sangraba un líquido gris y de olor salino quedó en medio de la bañera, dividiendo los territorios que después de aquel pleito separó a los congéneres.
La oportunidad de la reconciliación llegó en condiciones poco favorables. Los compañeros de desgracia se reencontraron en el interior de una gran olla de agua salada en ebullición, y no supe si alcanzaron a hacer las paces antes de ponerse colorados y apetitosos. Pero su sacrificio no fue en vano: sirvió al acercamiento de sus verdugos, quienes nos apretamos en el espacio apenas un poco menos pequeño y caliente que el recipiente de su último chapuzón, a disfrutar de sus jugosos cuerpos hervidos. Como todo esto ocurrió un domingo en la tarde, un aire como de música eucarística me llegó desde muy lejos, aplacando mis culpas y colmando mi sed. Sí, me sentí culpable, pero algo extraordinario vino a aplacar mi pena: aquellos cangrejos aceptaron el sacrificio con la integridad del más grande de los hombres. Al momento de levantarlos sobre la boca humeante de la olla final, su calma, su aceptación de la injusticia del destino, la entrega incondicional de sus cuerpos para aplacar nuestra hambre me sorprendieron. Ni chistaron. Se dejaron meter en el agua burbujeante como si desde siempre hubieran sabido que aquello ocurriría.
El vino blanco y fresco ayudó a sobrellevar mejor el golpe de comerse a aquellos valientes cangrejos con martillo y entre cuatro en una cocina-comedor de apenas seis metros cuadrados. La alegría de aquellos animalitos y su entrega desinteresada nos inspiraron el calor de hogar y la alegría de la comunión necesarios para olvidar que afuera la temperatura bajaba ya de cero grados.

1 comentario:

Miguel Tapia Alcaraz dijo...

Es que además hubo camarones, caracoles, arroz a la mantequilla y hasta pollo. Sólo que estos ya llegaron muertos, y no eran tan simpáticos. Un abrazo!