16.11.05


Hoy me desperté temprano, a pesar de la intensa jornada de ayer. La última cerveza se había quedado dormida en la entrada de mi garganta, y se desperezó con un amargo estirón recordatorio. En esas condiciones preferí bañarme antes de correr a abrazarme a una tazota de café caliente. Entre estas dos acciones, en el momento de meter la mano aún somnolienta en mi ropero, me topé con lo que el día anterior había ya previsto. No me quedaban calzones limpios.
Recordé. Hace cosa de una semana Harmodio me hizo una gentil visita. Su bicicleta se había ponchado cerca de mi casa y la trajo para repararla mientras tomábamos un café y discutíamos. Luego de armarnos de valor nos pusimos manos a la obra. A los pocos segundos, mientras trataba de sacar un dedo atrapado entre el mecanismo grasoso de la bici, mi lavadora, que trabajaba en el cuarto contiguo, dejó de funcionar mientras un olor a plástico quemado nos envolvía. Le saqué dieciocho tornillos y cuatro planchas metálicas hasta que, entre mangueras, cables, más tornillos y más mangueras, descubrí que no podría repararla.
Poco más tarde, preparándonos para salir en bicicleta (la de mi convidado había quedado impecable), a la mía se le reventó un freno. Si bien Harmodio es bueno para acompañar desastradencias, sobre todo de orden doméstico, también se rifa reparando frenos de bicicleta. Mientras yo me disculpaba por tejéfono con la pareja de amigos que nos esperaban bajo el frío a causa de nuestro retraso, el ducho convidado resolvió el problema y pudimos por fin partir. La solución, sin embargo, se declararía poco más que provisional unos días después, bajo la lluvia y no muy lejos de la parrilla frontal de un autobús de la RATP.
Pero hay desastradencias más sutiles, más finas si se quiere, pues son menos violentas y mucho más discretas. Llevadas a cabo con tan buena factura, uno puede incluso pasar por alto su verdadera proveniencia y enfrentarse así a una obra completa e independiente. Una creación autosuficiente en la que la mano del autor es invisible, aún cuando la ha concebido de principio a fin. ¿Qué otra cosa es, si no, la inesperada confirmación de que a uno no le quedan más calzones limpios, en una mañana de cruda mal dormida, y encontrar luego entre el desconcierto que la causa es el desperfecto que una semana antes sufrió la lavadora de su casa, bajo la influencia de un extraño talento desastroso? Esto, señores, es maestría.
Por suerte para mí, el talento de Harmodio no se detiene ahí. Tal vez más desastrosa aún a final de cuentas, pero mucho más enriquecedora, es su efervecente influencia en cuestiones literarias. Y como no me gusta hablar de más, me limito a redirigir hacia el sitio en que su palabra se elogia por sí misma. Pero antes, un adelanto:

"Mi vecino de enfrente, el que me prestó el martillo, sufrió una operación importante hace dos meses. Convaleciente, casi no salía. La semana pasada, una morena de Poissonniers vino a armarle un escándalo frente a su casa porque, supuestamente, mi vecino había olvidado pagarle una mamada. Como mi vecino ya peina canas y tiene un Volkswagen y una casa de dos pisos, su verdad prevaleció: la puta estaba loca. Pero ayer, en horas de oficina, me lo encontré rondando la Porte de Poissonniers, la frente enfundada en una gorra y en los ojos la expresión de quien se sabe carne de hospital o de quien decide inmolar su última salud al calor de velas diurnas." www.malversando.com

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