12.11.05

Pancho Sanza


Es tal vez la primera vez que veo una fiesta convertirse en espontáneo concierto sin que aquello se convierta en un infierno acústico. En la pared de la puerta de entrada había varios instrumentos musicales colgados. Una guitarra en mal estado, un palo de lluvia, una especie de violín africano con cuatro cuerdas durísimas, y después algunos instrumentos que nunca había visto en mi vida. Sólo eso basta para salvarme una noche, sobre todo si afuera hace 4 grados. Pero había más sorpresas. En un momento de la noche, el desatinado DJ dejó paso a un par de invitados que comenzaron a tocar dos instrumentos africanos (sanzas), de Zimbawe para ser precisos (aunque esto lo supe más tarde), y que pertenecían a la misma clase de instrumentos desconocidos que colgaban de la pared. Estos consistían en un juego de lenguas metálicas de diferente tamaño, sujetas por un extremo a un centro aglutinador, que producen un particular sonido cuando el músico las hace vibrar con los pulgares de ambas manos. Todo esto está adherido al fondo de una caja de madera con forma de prisma circular, la cual es sostenida por el resto de los dedos gracias a una saliente hecha en la madera con este fin. El resultado es un sonido metálico, brillante pero dulce, pues se acciona con la piel de la yema de los dedos. La armonía es muy básica y el ritmo hecho con la repetición de patrones en los que se combinan compases diferentes. Las dos sanzas eran de diferente tamaño pero afinadas en la misma tonalidad. Sobre esto, poco a poco comenzaron a surgir percusiones y pequeños silbatos, también inéditos para mí, que enriquecían aquella base rítmica.
Nunca pensé que la música tradicional africana pudiera ser tan apacible. La dulzura del sonido y la respiración cíclica recordaban el aire de la música celta. Pensé también en algunas músicas contemporáneas, minimalistas y electrónicas, hechas sobre combinaciones de compases distintos. Yo estaba fascinado, pero pronto me di cuenta de que no era el único. El efecto de aquella música y la actitud de los ejecutantes permitieron la extraña improvisación de que hablaba arriba. Uno de los músicos comenzó a tomar instrumentos de la pared y de no sé dónde más. Con toda tranquilidad miraba a su alrededor y, sin dejar de tocar un pequeño silbato que había fijado entre el cuello de su camisa, asignaba el instrumento, por lo general una percusión, a uno de los presentes. Si veía que éste tenía problemas para adaptarse al conjunto, le mostraba un ritmo sencillo y le ayudaba a integrarse. Hizo lo mismo con media docena de personas, y de esa manera logró crear una verdadera improvisación con gente que, atrapada por la música, se entregaba alegremente a la tarea de mantenerla viva. Y esto sin que aquello degenerara en espantosa imitación de batucada, que es lo que en general sucede cuando un grupo de personas, luego de haber bebido y bailado durante varias horas, encuentra un arsenal de percusiones y tambores africanos.
La música terminó alrededor de las tres de la mañana. Luego salimos todos juntos a buscar la forma de volver a nuestras casas (el sitio estaba lejos de casi todo), y caminamos bajo el frío cobijados por la resonancia de aquellas lenguas de metal. Como un verdadero flautista de Amelín, el músico de la sanza más grande (más tarde me divertí bautizándolo Pancho Sanza), incapaz de dejar de tocar, se convirtió en un verdadero fuego que nos abrigó a todos en esa pequeña caminata por las calles de Ivry sur Seine.

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